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  • Foto del escritorEduardo R. Callaey

Casimiro, el mapuche

Actualizado: 6 dic 2018

Todavía recuerdo el viento azotando el paño de carpa, viento blanco que le dicen. Soplaba de norte a sur y la nieve se iba acumulando en el costado de las carpas levantadas en hileras rectas, como las disponen los ejércitos desde que los romanos inventaron el castrum.


Esa mañana de finales de invierno, un frío endemoniado nos mantenía ocultos en nuestros agujeros, con las manos entumecidas debajo de los mitones, oyendo el silbido de las ráfagas que atravesaban, impiadosas, los pocos arbustos que habitaban aquella Patagonia inhóspita, al sudoeste del Chubut.


Llevábamos varios días de mal tiempo. Neviscas, aguanieve que se derretía y se volvía lodo arcilloso, batido por el ir y venir de los soldados a las letrinas, cavadas a contraviento del vivac. En el puesto de guardia nos las habíamos ingeniado para cavar, en el suelo pedregoso, un pozo de un par de metros cuadrados y cubrirlo con lonas viejas que ya no servían para levantar tiendas de campaña. Era el sitio del suboficial de semana, que esos días me tocaba cubrir junto con otro zumbo salteño, hosco como una mula y alcahuete si los había.


Era la hora de la colación, a media mañana. Se podía escuchar a los soldados del rancho repartiendo mate cocido y pan bajo la nieve. Pensé que era el ranchero cuando, desde el pozo donde permanecía guarnecido, vi la sombra de un soldado parado junto a la carpa de guardia. Pegué un grito para que bajara al hoyo y ahí le vi la cara a Casimiro, uno de los pocos mapuches que teníamos en el regimiento. Tenía el rostro contenido en una mueca indescifrable; parecía no tener frío, pero se metió en el pozo cuidando que la nieve acumulada en las lonas no se nos cayese encima, y se sentó a mi lado, en el piso de pedregullo, con la mirada baja.


Casimiro era uno de los seis mapuches que teníamos en la compañía. Habían llegado en marzo, junto con la leva, en su mayoría provenientes de las reserva indígenas de Lago Puelo, Trevelín, Sarmiento, o de aldeas perdidas en la estepa. Solían pasar desapercibidos, en silencio, como si se mimetizaran con el paisaje. Eran bajitos, pero rudos, de aquellos que pueden andar kilómetros con la placa base de un mortero en la espalda. Los primeros meses se les mandó a la escuela del cuartel para que aprendieran a leer y a escribir, pero en el 78 las cosas fueron diferentes: íbamos a la guerra con Chile y no había mucho tiempo para aprender letras y números.


Entre estos mapuches Casimiro nos llamaba la atención por algunos rasgos peculiares. Siempre sonreía, si se puede llamar sonrisa a esa mueca que le contraía la cara, dejando ver su dentadura amarilla y las encías rojas. Y comía solo. Apenas le ponían el cucharón de guiso en la marmita se iba caminando unos metros más allá del último soldado, se agachaba y de cuclillas masticaba despacio, mirando quien sabe qué, en algún lugar de su memoria. Pero nadie preguntaba. En aquella unidad de infantería, la mitad de los milicos había llegado para cumplir un castigo por alguna falta, y los que no, estábamos allí escapando de algún fantasma.


Casimiro permaneció en silencio un rato largo; le costaba hablar de tímido que era, así que me quedé sentado esperando que tomara coraje. Su sección acampaba a unos seiscientos metros del puesto de guardia; si había venido hasta allí bajo la nieve era porque algo importante tenía que decirme. El ranchero apareció con la olla de mate cocido caliente, nos llenó el jarro a cada uno y siguió su recorrido.


—Tengo que ir a mi casa —dijo finalmente el mapuche.


Lo miré pasmado. Llevábamos dos meses en el terreno, curtiendo a los conscriptos en esa heladera a cielo abierto, en medio de ejercicios militares, esperando que llegara la primavera para avanzar hacia el oeste y ocupar posiciones en la frontera. Casimiro sabía que no podía ir a ninguna parte.


—Mi mamita se muere —habló en voz baja, como si decirlo fuerte acelerara la enfermedad de su madre— Tengo que ir a verla.


Sacó un sobre postal que llevaba dentro de la chaquetilla y me lo dio. Leí la carta con dificultad; parecía escrita por una criatura que aprende sus primeras palabras. Pero la razón de la misiva estaba clara: "la ñuke estaba mala, muy enferma", le contaba el hermano.


—No puedo dejarte ir, Casimiro —le respondí, devolviéndole el sobre con la nota.


—Tres días nada más, tres días y vuelvo —insistió.


Miré el mapa que llevaba conmigo. Lo hice más por compromiso que otra cosa. Estábamos vivaqueando cerca de Río Mayo, y la aldea de Casimiro quedaba a veinte kilómetros en dirección al norte, en Pastos Blancos. Parecía una locura dejarlo ir a campo atraviesa en medio de la nada. Además sabía que el solo proponerlo al Jefe de Compañía me valdría una puteada. Afuera seguía soplando el viento y todo era blanco, un blanco que enceguecía. El mapuche pareció adivinarme el pensamiento.


—Si salgo ahora puedo llegar a Pastos Blancos antes de que se venga la noche. Tengo que ir a verla... Abrazarla por última vez.


Intenté convencerlo de que no podría caminar veinte kilómetros con ese viento. Le dije que hablaría con el jefe, que veríamos qué se podía hacer, pero Casimiro sabía que todo eso era mentira. Se puso de pie y me miró a la cara.


—Me voy igual.


Tragué saliva. No supe que contestarle.

Pareció serenarse con mi silencio, como si se diera cuenta de que había quebrado mi resistencia.


—No quería escaparme sin que lo supiera —me dijo con esa mueca dibujada en el rostro—. —Aguánteme dos días —suplicó—, y si no llego a la tarde del tercero denúncieme como desertor.


Me puse de pié y le acaricié la cabeza, que con el pelo rapado parecía un cepillo. No nos dijimos nada más. De un brinco salió de aquella madriguera helada y se perdió entre las carpas.


El mal tiempo duró toda la tarde y la noche. A la mañana siguiente caminé en dirección a un promontorio de piedra desde el que se veía la planicie y el horizonte gris, apenas delineado por una luminiscencia tenue. Traté de imaginar algún caserío en dirección a Pastos Blancos, pero no se veía otra cosa que una alfombra blancuzca e infinita, solo interrumpida por algunos matorrales y las huellas de los vehículos que llegaban o se iban del vivac. El segundo día amaneció con un cielo celeste y el sol calentando como hacía meses que no sucedía. El campamento comenzó a animarse y pusimos a toda la tropa a preparar equipos, tensar los vientos de las carpas y hacer limpieza de armamento. Por la tarde llegó la orden de prepararnos para marchar al día siguiente: nos íbamos más al oeste, para Alto Río Mayo. Se me heló la sangre.


A la mañana del tercer día cargamos los Unimog, levantamos las líneas telefónicas que habían unido a los vivaques esparcidos en una superficie de un kilómetro cuadrado y comimos comida caliente. Apenas pude probar bocado. La unidad se ponía en marcha después del almuerzo y yo tenía que asumir mi responsabilidad por haber dejado ir a Casimiro, así que juntando coraje fui a ver al jefe de compañía, el “duro” Fernández que para ese entonces ya era una leyenda. Lo encontré con medio cuerpo metido arriba de su Jeep limpiando el Colt con el casco desabrochado, como era su costumbre.


—¿Y? —me preguntó, con gesto adusto— ¿Volvió Casimiro?


La pregunta me sobresaltó. ¿Cómo sabía? Atiné a hacer un gesto con la cabeza, sin poder ocultar mi sorpresa. De algún modo Fernández estaba al tanto de la ausencia del mapuche, pero no me había dicho nada. Probablemente el salteño alcahuete había escuchado mi conversación con el soldado en el hoyo del puesto de guardia y me había delatado.


—Quédese con el Unimog chico y espere hasta las mil seiscientas. Si no llega a esa hora alcáncenos en Ricardo Rojas. Después hablaremos de esta estupidez que ha cometido.


Me cuadré y me fui sin decir palabra alguna. Vi partir lentamente la columna hacia la ruta 40. Pronto se perdió en la hondonada que se extendía hacia el oeste y me quedé solo, junto al motorista del Unimog, el camión liviano que ahora era la última esperanza para Casimiro y para mí, si él no quería convertirse en desertor y yo en responsable de su suerte.


Permanecí en aquel promontorio de piedra negruzca, fumando un cigarrillo tras otro mirando hacia el norte. A las cuatro de la tarde supe que la suerte estaba echada. El conductor prendió el motor del camión, pero un retortijón en el estómago, seguramente producto de los nervios, hizo que le pidiera que me espere. Pasé raudo por al lado del pozo de la guardia, camino a las letrinas, lamentando haberlo dejado ir.


De pronto oí el grito del motorista ¡Alguien viene! Me olvidé de mis intestinos y corrí hasta la saliente de la roca. Una silueta lejana se acercaba en nuestra dirección. Cuando me di cuenta que aquella silueta era demasiado corpulenta para ser la de Casimiro se me cortó la respiración y se me hizo un nudo en la garganta. Fui al camión a revolver mi bolsón porta equipo; tenía allí mis anteojos de campaña.


Volví y busqué en el horizonte a aquel caminante que venía a paso vivo. ¡Era él! Era Casimiro cargando un bulto sobre los hombros. Me senté, o mejor dicho me dejé caer y me tendí boca arriba mirando el cielo vacío, buscando dentro de mí a alguien a quien agradecer. Minutos después escuché las voces de Casimiro y el motorista intercambiando chanzas, risas. Me levanté con ganas de agarrarlo del cogote pero con esa cara inocente que nunca olvidaré descargó el bulto que llevaba y lo puso delante de mis pies. A media lengua me dijo:


—Mi mamita está bien. Ella está bien, se va a mejorar dicen el machi y el médico.


Lo abracé como si fuera un hijo y le besé esa cabeza de alambre de púa que me llegaba al hombro. Luego levantó el bulto, envuelto en papel raído y atado con hilo sisal y me dijo que era algo para mí. Rasgué el papel y debajo apareció un quillango.


—Se lo manda mi ñuke —me dijo, feliz.


Diré finalmente que luego de alcanzar la columna en Ricardo Rojas le perdí el rastro. Había llegado la Compañía C y necesitaban completarla con tropas veteranas. No puedo imaginarme en aquel entorno nada más rústico que un mapuche. Así que allí se fueron los pocos que teníamos a reforzar esas tropas de reserva recién llegadas. El "duro" Fernandez dio por olvidado el incidente, que pasó a ser un hecho menor en medio de los tambores de guerra.


Meses después, cuando el conflicto amainó y los batallones se volvían hacia la retaguardia, lo vi por última vez. Casimiro marchaba en una columna de infantes que abandonaba la frontera para regresar a los cuarteles. Yo iba en sentido contrario, arriba de mi Unimog. Alcanzamos a cruzar las miradas por escasos segundos. Nunca más supe de él. Sin embargo, por alguna misteriosa razón, la imagen de aquel mapuche y de muchos otros soldados regresa frecuentemente a mi memoria. Será, tal vez, porque en aquellas soledades fuimos lo mejor y lo peor de nosotros, el espejo en el que cada quien se veía a sí mismo sin ninguna máscara. O quizá porque las miradas decían más que las palabras, como en ese cruce fugaz y final en el que cada uno de los dos percibió la marca que había dejado en el alma del otro.

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