La Orden del Temple en el contexto de la guerra medieval
1.- Una breve introducción
La Orden del Temple fue protagonista principal en el enfrentamiento entre las fuerzas cristianas y los ejércitos islámicos, tanto en Medio Oriente, defendiendo el Reino Latino de Jerusalén, como en la Península ibérica durante la Reconquista. Su intervención en el marco de las cruzadas fue determinante en muchos aspectos, destacándose por su disciplina inquebrantable y su valor en la guerra. Sus líderes debieron aprender, sobre la marcha, cómo adaptase al combate frente a un enemigo que utilizaba tácticas y estrategias muy diferentes a las que se conocían y practicaban en occidente. Este aprendizaje se hizo a costa de beber el trago amargo de la derrota, pero los obligó a encontrar vías de acción y comprender el nuevo escenario bélico.
Para acercarnos a las características del Temple como fuerza militar contamos con un documento importantísimo: La Regla du Temple –también llamada “Regla primitiva”–, que se completa con los “Estatutos jerárquicos” –o retrais– que describen las distintas jerarquías de la Orden y hacen referencia a la vida conventual, ya sea en su aspecto militar como religioso. Tanto la Regla Primitiva como los Estatutos Jerárquicos nos aportan una información excepcional respecto de la organización militar y del modo en que se desplazaba y combatía un regimiento de caballería templaria. Para entender un poco mejor la diferencia entre ambos ordenamientos recurriré a un texto explicativo de Upton-Ward:
La Regla Primitiva, originalmente escrita en latín, es el resultado de las deliberaciones del concilio de Troyes, que inició sus sesiones el 13 de enero de 1129. A la hora de debatir la autoría de la Regla Primitiva, no debemos olvidar que la Orden existía desde hacía varios años y había desarrollado sus propias tradiciones y costumbres antes de que Hugo de Payens compareciera ante dicho concilio. Hasta cierto punto, pues, la Regla Primitiva está basada en prácticas existentes No obstante, estas prácticas tuvieron que ser modificadas por el concilio porque hasta ese momento los hermanos habían estado siguiendo la Regla de San Agustín. Es en estas modificaciones donde vemos la influencia que san Bernardo ejerció sobre la Regla. Los cistercienses eran benedictinos reformados y la Regla de los templarios presenta muchas similitudes con la de san Benito.[1]
En cuanto a los Estatutos jerárquicos existe cierto consenso respecto de que fueron redactados alrededor de 1165. Con más de 600 artículos que completaban la Regla primitiva, constituían la legislación definitiva sobre la que se apoyaría el gobierno de la Orden. Según Upton-Ward, pese a que en algunas publicaciones la fecha que se menciona es 1187, el hecho de que en los mismos se haga referencia al cargo de Comandante de Jerusalén, o que se impartan precisa instrucciones acerca de cómo guardar la “Vera Cruz” –que, como sabemos, se perdió en la batalla de los Cuernos de Hattin– hace pensar que para 1187 ya llevaba en uso varios años.[2]
Pero para valorar la importancia de lo que nos dicen estos documentos, será preciso que primero analicemos el modo en el que se combatía en Europa durante la Edad Media.
Sitio de Damieta, 1242
2.- La Guerra en la Edad Media
García Fitz, ha descripto cómo se veía un ejército cristiano al norte de la Península ibérica en tiempos de la Reconquista:
Pequeños núcleos de tropas estables, organizados en torno al monarca y vinculados a él por medio de soldadas y una relación de fidelidad –las mesnadas–, armados con un equipamiento completo –caballo y equipo de caballería–; contingentes aportados por los nobles o barones, reclutados en sus señoríos, de composición igualmente heterogénea -caballeros pesadamente armados pertenecientes a la clientela o la familia nobiliaria, caballeros contratados, jinetes procedentes de las villas de señorío, campesinos que acudían a pie y sin apenas armas ni equipo-; fuerzas aportadas por las ciudades –milicias urbanas-, formadas por peones y caballeros con equipamiento y preparación muy diversa; freires y otros combatientes de las Órdenes Militares, con alto grado de preparación técnica y disciplina; mercenarios y grupos de organización más o menos autónoma nacidos en contextos de frontera, como los almogávares[3]
En el texto precedente, vemos que “los freires y otros combatientes de las Órdenes Militares” forman parte de un variopinto conjunto de guerreros: Algunos profesionales, otros mercenarios y muchos improvisados. Esta perspectiva –similar a la que podríamos encontrar en el Reino Latino de Jerusalén, al otro extremo de la cristiandad–, nos puede servir para enmarcar el escenario en el que hubo de batallar la Orden del Temple.
El modo de guerrear en la Edad Media ha sido fruto de un intenso debate en el último siglo y medio. Algunos historiadores decimonónicos han sostenido que muy poco –por no decir nada– se avanzó en las tácticas y estrategias de combate durante el Medioevo. Por el contrario, llegó a creerse que aquellos siglos habían representado un retroceso en el arte de la guerra. Sin embargo, hacia fines del siglo XIX que, como producto de estudios más concienzudos y de una nueva interpretación de la crítica histórica, esta tendencia se debilitó en tanto que se identificaron algunos rasgos característicos que pueden definirse como propios y originales de la Edad Media. Uno de los pioneros de esta nueva visión de la guerra medieval fue Charles W. C. Oman (1860-1946)[4], quien señala que si existió un tipo de operación militar digna de consideración a la hora de entender el arte de la guerra durante la Edad Media, ésta fue la batalla campal.[5]Los templarios constituyeron un fenómeno particular dentro de la guerra medieval al introducir indicaciones precisas acerca de cómo conducirse en diversas operaciones militares, principalmente en la ejecución de una carga de la caballería, solo posible en un escenario a campo abierto. La propia Regla del Temple nos permite conocer detalles valiosos acerca de su comportamiento en combate y de su reconocida disciplina.
Sin embargo cabe advertir que las cruzadas se desarrollaron más como una guerra de asedio que de batallas campales, siendo pocas y excepcionales las ocasiones en las que los templarios pudieron desplegar con comodidad su famosa carga de caballería. Al referirse a las cruzadas, Oman señala que, pese a su naturaleza extraordinaria y anormal, los resultados en cuanto a la evolución de las técnicas de guerra fueron escasos. Cuando a los francos –dice Oman– se les oponía un sistema de tácticas al que no estaban acostumbrados, los nobles occidentales se desconcertaban invariablemente. En batallas como la de Dorilea (1096 – Sultanato de Rum), solo fueron preservados del desastre por su energía indomable: vencidos tácticamente, se liberaron por pura y dura lucha. En campos bastante disputados, como el de Antioquía, afirmaron la misma superioridad sobre los jinetes orientales que los bizantinos habían disfrutado anteriormente. Pero después de una breve experiencia con las tácticas occidentales, los turcos y los sarracenos renunciaron al campo de batalla.[6] Como bien señala Oman, los turcos y los árabes normalmente actuaban en grandes cuerpos de caballería ligera, moviéndose rápidamente de un punto a otro, cortando convoyes o atacando destacamentos. De hecho, la primera derrota de un destacamento templario, ocurrida en Teqoa, fue consecuencia de caer en una típica trampa de huida fingida por la caballería ligera musulmana.
Batalla de las Navas de Tolosa, 1212
Los cruzados rara vez se complacieron en el siglo XII con esas batallas campales que anhelaban. La batalla campal era un hecho de naturaleza extraordinaria, porque en ella solía jugarse la suerte a todo o nada. Dos ejemplos pertinentes en cuanto a la participación de tropas templarias en batallas campales son la de “Arsuf” (1191) en donde Ricardo Corazón de León demostró que Saladino podía ser derrotado a campo abierto, y las “Las Navas de Tolosa” (1212) en la que la caballería peninsular junto a las órdenes militares asestó un duro golpe al ejército musulmán.
Mientras que la batalla campal fue un hecho de naturaleza extraordinaria, la poliorcética –comprendida como la disciplina que se encarga de construir fortificaciones, casillos y baluartes, así como los ingenios militares utilizados en los sitios–, tuvo un papel preponderante y fue la actividad bélica cotidiana.
En Medio Oriente, al igual que en Europa, la guerra fue de asedios: ejércitos contados por cien mil fueron detenidos ante los muros de una fortaleza de segunda clase como Acre, y desesperados por reducirla con sus operaciones, tuvieron que recurrir al largo proceso de matar de hambre a la guarnición. Por otro lado, nada más que la ventaja que significaba la defensiva podría haber prolongado la existencia del Reino de Jerusalén, cuando se había hundido en una cadena de fortalezas aisladas, salpicando la costa desde Alejandreta hasta Jaffa y Acre.[7]
Sitio de Acre, 1291
Por otra parte la infantería –aunque sus acciones no hayan sido recogidas con tanto entusiasmo por los cronistas–, también constituyó un brazo importante de la Orden, así como aquellas fuerzas auxiliares denominadas con el nombre de “turcopoles” que hacían las veces de caballería ligera, generalmente armada con arcos, y que combatía al estilo de los propios musulmanes.
Nos aproximaremos al equipamiento de los caballeros, a su instrucción y a la estructura misma de sus escuadras, elementos que hicieron del Temple los guerreros más temidos de su tiempo. Todo ello sin olvidarnos un elemento determinante: el factor humano que, más allá de toda regla o norma disciplinaria, tiene que ver con las reacciones de los individuos en el fragor del combate y que, por imprevisibles, pudieron provocar la victoria o la derrota en una batalla.
2.- La caballería cristiana
Cuando los cuatro ejércitos cruzados se pusieron en marcha rumbo a Tierra Santa en 1096, la caballería ya era considerada el arma más poderosa en todo el Occidente cristiano. El combate a caballo había alcanzado un alto grado de sofisticación gracias al desarrollo del herraje, de la silla de montar y de los estribos, que permitían al caballero arremeter con una gran fuerza de choque.[8]Pero un caballero era algo más que un guerrero de elite. Más allá del costoso equipo y del mantenimiento que requería, para fines del siglo XI un caballero cristiano ya formaba parte de una institución que se había extendido en gran parte de Europa. En efecto, la caballería agregaba a las cualidades militares unos valores religiosos que conformaban un verdadero código de honor y un estatus especial al que se accedía mediante un rito de iniciación. En esta ceremonia de “armamento” se conjugaban aspectos propios de la vida castrense con otros de carácter profundamente espiritual.
La Orden de la Caballería, que alcanzaría su apogeo con las órdenes monástico-militares, se había forjado lentamente, a la sombra de los claustros cluniacenses. Ya hemos hablado de la importancia que tuvo la Orden Cluniacense, tanto en el desarrollo de la caballería como en la construcción del “espíritu de cruzada” que desde el papado de Gregorio VII (1073 a 1085), –Hildebrando, un monje formado en las entrañas de Cluny–, sobrevolaba en la mente de los más altos prelados de la Iglesia.
Jacques Heers describe cómo “la guerra contra los infieles se inscribía en una atmósfera de plegarias, de convicciones y de esperanza, en un clima de guerra justa que la Orden de Cluny había contribuido a mantener, de modo muy importante, durante la reconquista ibérica”.[9] Desde su fundación en el siglo X, los sucesivos abades de la Orden de Cluny habían asumido como una labor fundamental la formación de los nuevos caballeros que, forjados en el carácter monástico, se asumían como verdaderos caballeros de Cristo.
Uno de los más vivos testimonios acerca de esta caballería cristiana lo encontramos en la pluma del monje Oderic Vital (1075-1162) quien fue contemporáneo de la primera cruzada y de la fundación del Temple. En su famosa “Historia Eclesiástica”, una crónica que se extiende desde el comienzo de la era cristiana hasta el año 1141, nos deja una valiosa información acerca de la caballería de la época.[10] Paul Rousset resume los valores que, según Oderic, debía reunir el guerrero que consagraba su vida a la caballería: Ser ante todo un buen cristiano, concurrir a los oficios religiosos y ser fiel a suyos; reverenciar a sus padres y a su linaje a fin de alabar sus hazañas y ser digno de ellas; ser casto y honesto evitando todo acto de violencia innecesario, así como el saqueo y la rapiña; ser respetuoso con los bienes pertenecientes a la Iglesia y realizar obras de caridad en monasterios u hospitales consagrados al cuidado de los pobres; defender a los débiles y jamás desenvainar la espada a no ser para servir a su soberano o a Dios en la lucha contra los incrédulos, los infieles y principalmente los sarracenos.[11]
De algún modo, aun antes de que se establecieran las primeras órdenes monástico-militares, la caballería se parecía a una orden religiosa. Dice Heers:
En los claustros de las abadías de Cluny se encontraban los milites, que se organizaban en congregaciones de laicos a imagen de las de los clérigos. En la vida del hombre llamado a combatir, la ceremonia de la iniciación tenía una significación profunda, por la cantidad de referencias religiosas: la larga plegaria delante del altar, el juramento pronunciado como un credo. Todo recordaba diversos ritos de la ordenación de los hombres de la Iglesia. Se trataba verdaderamente de una ceremonia de paso, que marcaba el ingreso en una sociedad particular de iniciados, en una hermandad regida por reglas que se inspiraban en las que dictaban los concilios reformadores.[12]
Desde luego, estas virtudes morales y espirituales se aplicaban en tanto el caballero reuniese las duras habilidades que requería el ejercicio de su oficio de bellator, como por ejemplo montar a caballo con destreza, asir una lanza de modo correcto, soportar los golpes o actuar en formación junto al resto de sus compañeros etc. Tal como lo señala Rodríguez Casillas, sin estas aptitudes, el hecho de que un caballero estuviese armado de punta en blanco carecía de la más mínima relevancia. En su ensayo sobre “La batalla campal en la Edad Media”, Rodríguez Casillas resume las cualidades que, según el monje aragonés Francesc Eiximenis (1330-1409) debía reunir un hombre de armas: “Estar en buenas condiciones físicas (correr, nadar y saltar); saber armarse correctamente; dominar la monta del caballo; poder permanecer de pie, o montado sobre el animal, con todo el equipo encima; aprender la teoría y el uso práctico de las distintas armas que iban a usarse en el campo de batalla; mantener el orden de combate dentro de la formación”.[13] Ser diestro en estas cuestiones requería de un entrenamiento temprano al que se sometía a la mayoría de los niños de la nobleza (cualquiera fuese el escalón al que perteneciese) en edad de convertirse en paje o escudero y así aprender el uso de las armas y el trato y la monta de caballos. Una vez convertidos en caballeros, se aplicaban a la instrucción en el manejo de las armas y el combate en grupo. Existen numerosas fuentes que hablan de estas prácticas ya en tiempos de los visigodos; adiestramientos que fueron in crescendo en los tiempos de Carlomagno hasta convertirse en verdaderas maniobras o “batallas ficticias” y ejercicios militares que se realizaban a diario en las huestes de caballeros francos. Nos permitimos reproducir aquí un fragmento del relato que Nithard, nieto de Carlomagno, hizo acerca de los ejercicios militares llevados a cabo en Verdún, en 842:
Los combatientes eran desplegados en un lugar donde pudieran ser observados. Todo el grupo de sajones, gascones, austrasianos y bretones se dividió en dos unidades de igual tamaño. Cargaron hacia adelante desde ambos lados y se acercaron el uno al otro a toda velocidad. Luego [antes de que se produjese el contacto] un lado giró la espalda y, bajo la protección de sus escudos, fingió estar intentando escapar. Luego, los que habían participado en la retirada fingida contraatacaron y los perseguidores simularon huir. Entonces ambos reyes [Luis el Germánico y Carlos el Calvo] y todos los jóvenes, alzando un gran grito, cargaron hacia adelante en sus caballos blandiendo sus lanzas. Ahora un grupo fingió retirarse y luego el otro. Fue un espectáculo digno de ser visto, tanto por su nobleza como por su disciplina.[14]
Hacia el siglo XII, Europa Occidental, era rica en hierro y había desarrollado un alto grado de destreza en las técnicas para trabajarlo, pero seguía siendo un producto muy caro. Es por ello que relativamente poca gente (esto es, la aristocracia terrateniente y sus caballeros) contaba con riqueza suficiente para poseer algunos elementos dentro de la amplia gama de armaduras y armas de la época. Matthew Bennett, en su magnífica obra “La guerra en la Edad Media” describe algunas de ellas:
Los hauberks eran cotas de malla largas que llegaban hasta la rodilla, hechas de hasta 15.000 anillos entrelazados, que normalmente se vestían sobre una prenda interior acolchada. La malla proporcionaba buena protección y no imponía requisitos excesivos a la limitada tecnología metalúrgica de la época […] Los cascos tendían a tener un marco de hierro con forma apuntada, dentro del cual se ajustaban unas pequeñas placas triangulares. La espada era un arma de corte de unos 80 centímetros de largo y, al estar hecha de acero de calidad, resultaba cara. Quienes podían costearse un equipo de estas características fueron gradualmente haciendo evolucionar con él las técnicas de combate a caballo. Sin embargo, los caballos adecuados para ello eran también caros de adquirir y mantener.[15]
Si al equipo sumamos el costo de un caballo de guerra, más al menos dos caballos de tiro por caballero, llegamos a una cifra muy alta para la época. Encontrar una relación entre los valores de la moneda en la Edad Media y trasladarlos al presente ha sido un verdadero dolor de cabeza para los historiadores. De lo que no cabe dudas es que mantener caballeros activos siempre fue caro. Robert Fossier –uno de los medievalistas más importantes del siglo XX, especialista en el campo de la historia social y económica–, sostiene que el mantenimiento anual de un caballero requería las rentas de 150 hectáreas, en el corazón de Europa Occidental, en el siglo XII, es decir, para el momento en que se fundó la Orden del Temple.[16]
Cota de malla corta sobre una prenda acolchada
Museo del Temple, Toledo
3.- El orden militar templario
El individuo que ingresaba al Temple debía ser hijo de padre y de madre, ambos legítimos, ambos nobles, y haber sido armado caballero previamente. No se medía tanto su fortuna (aunque era de estilo que el ingresante donara sus bienes a la Orden) sino su valor, su coraje y sus condiciones físicas. Una vez admitido era sometido a una intensa instrucción militar.
Se le entregaba –en préstamo– un equipo militar que comprendía: una loriga (que era una cota de malla provista de almófar[17] que rodeaba la cabeza y sólo dejaba el rostro al descubierto), un par de calzas de hierro (esquinelas compuestas por malla de hierro que se anudaban en la parte trasera de la pierna), un casco de hierro (de bordes abatidos que se encajaba en la nuca), un yelmo (casco cilíndrico con agujeros para ver y respirar, reforzado por dos laminillas remachadas por una cruz y que cubría toda la cabeza), zapatos y una cota de armas. La loriga iba colocada sobre un enrejado también de malla de hierro. Unos zapatos de armas completaban el equipo. El armamento consistía en una espada (recta, de doble filo y con punta redondeada), una lanza (de madera de fresno y punta de hierro cónica), un escudo (triangular, de madera metalizada por dentro y recubierta de cuero por fuera, y que en algunos casos iba reforzado con laminillas claveteadas). El nuevo caballero recibía también tres cuchillos: un cuchillo de armas (o puñal), un cuchillo para cortar el pan y la carne y una especie de navaja (de hoja recta). También se le daba una gualdrapa para su caballo, pero podía cubrirlo con la manta. La Cruz del Temple iba cosida en los mantos, túnicas y cotas de malla (en éstas por delante y por detrás) y debía ir bordada en todas las piezas de lencería en señal de reconocimiento, o para recordar que el color blanco era privilegio de los caballeros. Los hermanos sargentos (que eran los suboficiales del Temple), llevaban túnicas, cotas y mantos negros con una cruz roja. Su armamento era el mismo, salvo que muchas veces su loriga era de malla más ligera y estaba desprovista de mangas, y sus calzas de hierro no tenían empeine para facilitar la marcha. Era responsable de todo su equipo y no podía modificarlo en nada.[18] (Más arriba, reproducción de un caballero templario completamente armado; Museo del Temple, Toledo).
El entrenamiento castrense respondía al contenido establecido en la La Regla du Temple que, en tanto que manual militar, contenía las bases de cómo ejecutar una carga de caballería. De hecho, tal como se practicó en Europa y Outremer a partir del siglo XII dicha maniobra es básicamente una técnica templaria. Un excelente trabajo al respecto puede leerse en el apéndice de la obra de J. M. Uppon Ward, “El código templario”.[19] Se trata de un ensayo en el que Mathew Bennett desmenuza el contenido de la Antigua Regla Francesa:
(A la derecha, sargento templario, junto a un caballero)
De los 686 artículos de la Regla –señala Bennett– los primeros setenta y dos están traducidos de la Regla Latina adoptada en la fundación oficial de la orden en el Concilio de Troyes en 1128. A continuación viene una serie de setenta y cinco estatutos que describen con gran detalle las piezas del equipo, animales y séquito correspondientes a cada rango, del Maestre para abajo, hasta llegar al hermano caballero. Los veinte artículos siguientes describen la organización de una campaña y las reglas para la conducta en el campamento, durante la marcha y en el campo de batalla. Otros trece estatutos se ocupan de los oficiales y de los sargentos. Después vienen secciones sobre las comidas, los castigos y la ordenación de la vida conventual antes de que, hacia la mitad del texto, este pase a convertirse en una lista de expansiones o revisiones de estatutos anteriores (315 en adelante). Los últimos artículos ofrecen ejemplos históricos de infracciones de la Regla y sus castigos, y el texto finaliza con la ceremonia para acoger a un nuevo hermano en la Orden.[20]
Ya habíamos anticipado que la Regla del Temple constituye una fuente de primer orden para abordar múltiples aspectos de la profesión militar en la Edad Media. Se trata de uno de los documentos medievales más importantes para la comprensión de cómo se organizaba y cómo combatía un regimiento de caballería, pues tal unidad militar es la que conformaban los 300 caballeros templarios emplazados en Tierra Santa. Si bien la redacción que nos ha llegado a nosotros –gracias a la edición de Henrri de Curzon[21]– es de mediados del siglo XIII, Matthew Bennett cree que la instrucción militar que contiene es un siglo anterior, es decir, de las primeras décadas posteriores a la fundación de la Orden[22]
Tal como lo señala Bennett, un estudio de la estructura de mando de la Orden demuestra que los templarios dedicaron muchas horas a la organización de su regimiento de caballería. La descripción de los cargos y deberes, así como de las normas a seguir en campaña y en la batalla, evidencian una estructura militar de notable envergadura y es sorprendente ver el modo minucioso con el que se detalla cada aspecto a tener en cuenta en la carga de caballería.
Un análisis de la Regla nos muestra también la férrea disciplina a la que estaban sometidos todos los miembros de la Orden. Esta disciplina, propia de cualquier estructura militar, lo era aún más fuerte en el caso de las órdenes monástico militares en tanto estas respondían a un bien trascendental y contaban con una mentalidad en la que la intervención divina dejaba de ser una abstracción para convertirse en parte de la realidad cotidiana.
Toda la cadena de mando de la Orden estaba sometida a la Regla, desde el Gran Maestre hasta el último caballero. En el caso del gran Maestre, este era el jefe indiscutido y el gran estratega; su elección era de por vida y tenía lugar en el transcurso de una asamblea en la que se reunían los oficiales de la Orden en Oriente así como los hermanos que vivían en el cuartel general.[23] Gozaba de un enorme respeto; sin embargo, a diferencia de un jefe secular, muchas de sus decisiones debían ser refrendadas por el Gran Capítulo. Gobernaba asistido por un Consejo de Grandes Oficiales que, a su vez, disponían de oficiales subordinados. Su lugar de residencia era la sede de la Orden en Jerusalén. Además de ser el comandante en jefe, era quien acaudillaba a los caballeros en batalla y el representante de la Orden ante los poderes seculares. Al estar bajo la exclusiva jurisdicción del papa, se consideraba que, al igual que un abad, había sido predestinado por Dios para ese cargo.
Las posesiones que la Orden tenía en Europa estaban bajo el mando de Maestres provinciales, en ocasiones denominados “Comendadores”, quienes mantenían un contacto estrecho con sus hermanos de Oriente, ya sea mediante la realización de Grandes Capítulos Generales o por acción de los Grandes Visitadores que eran designados por el Gran Maestre. En los capítulos se trataban temas tales como la marcha de los asuntos económicos, comerciales y legales. Se elegía a los oficiales, se trataban los asuntos disciplinarios y cualquier otra cuestión interna que el Gran Maestre deseara plantear. Se decidía también qué hermanos dejaban de ser aptos para el servicio activo y debían ser retirados a Europa occidental.[24]
Inmediatamente debajo del Gran Maestre se destacaba la figura del Senescal, quien reemplazaba, en su ausencia, al Gran Maestre y tenía a su cargo la administración de las tierras y las propiedades de la Orden. Varios autores modernos sugieren que la figura del Senescal se fue desdibujando en la medida en que tomó mayor protagonismo el Mariscal
Tercero en la cadena de mandos, ubicado en el terreno estrictamente castrense, la figura más importante era la del Mariscal, quien tenía a su cargo el mantenimiento y la distribución de todo el equipamiento militar, además de un rol central en el combate: “Cuando se da el grito de guerra –dice la Regla–, los comandantes de las casas deberían reunir sus caballos, y cuando estén reunidos todos, deberían unirse al escuadrón del mariscal, y después no deberían abandonarlo sin permiso” (R 103). Demurger lo asimila a un Jefe de Estado Mayor, que expone su vida en combate, puesto que al iniciarse la carga de la caballería pesada él “ocupa la punta”.[25]
En efecto, durante el combate era el mariscal –por lo general un combatiente de vasta experiencia– quien alzaba el estandarte para cargar, siendo que este serviría de referencia durante la batalla, no solo en el orden general sino en cada escuadrón conducido por un comandante. Veamos lo que dice la Regla:
164. Cuando el mariscal desea tomar el estandarte del vice mariscal para alzarlo en el nombre de Dios, el vice mariscal debería ir al turcoplier si el mariscal no quiere tenerlo junto a él. Y entonces el mariscal debería ordenar a cinco, seis o hasta diez hermanos caballeros que lo guarden a él y al estandarte; y estos hermanos deberían abatir a sus enemigos luchando lo mejor que puedan alrededor del estandarte y no deberían dejarlo solo ni marcharse, sino que deberían mantenerse lo más cerca posible de él, para que así puedan prestarle ayuda en caso de necesidad. Y los otros hermanos pueden atacar por delante y por detrás, y a la izquierda y a la derecha, y dondequiera que crean poder atormentar a sus enemigos de tal manera que si el estandarte los necesita puedan prestarle ayuda, y el estandarte pueda ayudarlos a ellos si lo necesitan.
165. Y el mariscal debería ordenar al comandante de los caballeros que llevara un estandarte enrollado alrededor de su lanza, y el comandante debería ser uno de los diez. Y este hermano no debería separarse del mariscal sino que debería mantenerse lo más cerca posible de él, para que si el estandarte del mariscal cae o es desgarrado o le ocurre cualquier percance, cosa que Dios no quiera, pueda desenrollar el suyo; o si no, debería actuar de tal manera que los hermanos puedan agruparse alrededor del estandarte en caso de necesidad. Y si el mariscal es herido de gravedad o no puede dirigir el ataque, quien lleva el estandarte enrollado debería dirigirlo Y aquellos a los que se ha ordenado proteger el estandarte deberían ir con él; ni el mariscal ni el que lleva el estandarte enrollado en el combate deberían cargar con él o bajarlo para cargar por ninguna razón.
166. Y en especial los que mandan un escuadrón de caballeros no deberían cargar o dejar el escuadrón a menos que lo hagan con el permiso o el consentimiento del Maestre, si está allí, o de quien ocupa su lugar. Si no quiere hacerlo porque ve dificultad en ello o porque está rodeado, entonces no se le podrá dar el permiso a la ligera; y si ocurre de cualquier otra manera, se le impondrá un severo castigo y no podrá conservar el hábito. Y cada comandante de escuadrón puede tener un estandarte enrollado y puede mandar hasta a diez caballeros para que lo guarden a él y al estandarte. Y todo lo que se ha dicho acerca del mariscal vale también para todos los comandantes que lideran escuadrones.
167. Y si ocurre que un hermano no puede ir hacia su estandarte porque se ha adelantado demasiado por temor a los sarracenos que se interponen entre él y el estandarte, o no sabe qué ha sido de él, debería ir al primer estandarte cristiano que encuentre. Y si encuentra el del Hospital, debería permanecer junto a él y debería informar a quien lidere el escuadrón o a otro de que no puede ir con su estandarte y después debería guardar silencio hasta que pueda ir con su estandarte. Y tampoco debería dejar el escuadrón sin permiso a causa de heridas o cortes; y si está tan gravemente herido que no puede obtener permiso, debería enviar a otro hermano para que lo obtenga en su nombre.
168. Y si ocurre que los cristianos son derrotados, de lo que los salve Dios, mientras quede un estandarte picazo en alto ningún hermano debería dejar el campo de batalla para volver a la guarnición: pues si se va será expulsado de la casa para siempre. Y si ve que ya no queda ningún otro recurso, debería ir al estandarte cristiano o del Hospital más próximo si hay uno, y cuando este o los otros estandartes hayan sido vencidos, entonces el hermano podrá ir a la guarnición, a la que Dios lo conducirá.
Señala Rodriguez Casilla que para que el ataque resultara efectivo debían darse ciertas condiciones. La primera de ellas, como ha sido dicho, era el terreno. Los comandantes necesitaban de un vasto espacio en donde desplegar en su totalidad las líneas de caballeros (tanto en anchura como en profundidad) y en el que los equinos pudieran adquirir una velocidad adecuada con la que lograr todo su poder de impacto. Téngase en cuenta que la escuadra templaria de Tierra Santa –como hemos señalado– contaba con 300 caballeros. La segunda condición era que el adversario aceptara la embestida, es decir, que se preparase para aguantar el impacto. Si al adversario no constituía una superficie donde proyectar el choque, la carga no tenía razón de ser. En tercer lugar, para que la carga de la caballería templaria fuese efectiva debía llevarse a cabo en un absoluto orden, pues no se trataba de un ataque en masa sino de una táctica de ruptura, penetración y desmantelamiento de las filas enemigas. Aquí es donde encuentra su relevancia la Regla de los templarios:
Las acometidas debían realizarse mediante pequeños escuadrones de combate. Los caballeros, organizados en pequeñas unidades en torno a una misma bandera, debían mantener su posición en todo momento y obedecer las órdenes de sus superiores (generalmente un Mariscal). Los escuderos se encargarían de auxiliar a los caballeros aportándoles lanzas antes de la embestida, o acudiendo con monturas de repuesto tras la carga principal. Además, si se quería obtener el máximo rendimiento a la caballería como fuerza de choque, ésta debía actuar de forma coordinada. Si no había sincronización, y las cargas se realizaban de forma desacompasada, se corría el riesgo de que los primeros caballeros fueran aniquilados por sus compañeros y que las defensas del enemigo pudiesen reagruparse aprovechando el desconcierto. De ahí la importancia de la preparación militar de los jinetes.[26]
Gran parte de la responsabilidad de que todo esto funcionase correctamente recaía en el Mariscal quien además tenía bajo su mando a los sargentos y a todos los hombres en armas durante el combate.
Por debajo del Mariscal, una figura relevante era la del Comendador de Jerusalén, que también hacía las veces de tesorero y como tal administraba los activos de la Orden, ya fuese los existentes en Jerusalén como en Europa occidental. Incluso era el depositario del botín de guerra, con excepción de los animales y las armas que quedaban en poder del Mariscal. El Comendador de Jerusalén tenía una relación directa con el Comendador de la Bóveda de Acre, el cuartel situado en la ciudad portuaria desde la que salían y llegaban las naves del Temple hacia y desde las provincias europeas. También por debajo del Mariscal, y bajo sus órdenes, se encontraba el Turcoplier, quien era el oficial a cargo de la caballería ligera, conformada por jinetes locales que combatían al estilo de los turcos y estaban armados con arcos. Tenía la responsabilidad de reclutar a los nuevos miembros y dirigirlos en batalla. (Más arriba, imagen de la batalla de Arsuf, 1191).
La estructura militar del Temple no se agota en estos cargos. El “confaloniero” (el portador de la bandera), era el responsable de enarbolar el estandarte de la orden en las batallas. El “pañero” actuaba como Intendente de la Orden y tenía entre sus responsabilidades la de proveer de vituallas y ropa de cama a los hermanos. Los Maestros provinciales y los Comendadores tenían, a su vez, a sus propios Estados Mayores provinciales, especialmente los de Portugal, Castilla y Aragón que participaban activamente en la vida militar de estos reinos, incluso al más alto nivel político.
Una figura que suele dar lugar a confusiones es la del Gran Comendador, un alto oficial que intervenía de manera directa en la elección de un nuevo Gran Maestre y que suele asociarse al Comendador de Jerusalén o a los Comendadores provinciales . El uso frecuente de la palabra “comendador” o “comandante” hace que muchas veces se dificulte ordenar adecuadamente la cadena de mandos.
Lo cierto es que toda esta estructura se formó con el único fin de ir a la guerra en la defensa el Reino Latino de Jerusalén que luego –casi inmediatamente– incluiría el mismo compromiso en tierras ibéricas. Cualquier otra actividad estuvo desde un principio vinculada a este objetivo primario, lo que permitió que durante un lapso de casi dos siglos se perfeccionara la maquinaria bélica sin la cual la Orden carecía de sentido.
Eduardo R. Callaey
[1] Upon-Ward, J. M., El Código Templario, España, Ediciones Martinez Roca S.A., 2000, p. 25 [2] Upon-Ward, J. M., El Código Templario, ob. cit. p. 27. [3] García Fitz, Francisco (2006). Ejército y Guerra en la Edad Media Hispánica. En: Aproximación a la historia militar de España, Vol. 1. Madrid: Ministerio de Defensa; Dirección General de Relaciones Institucionales [4]Charles William Chadwick Oman fue un historiador militar británico a inicios del siglo XX. Sus reconstrucciones de las batallas medievales de fragmentos y relatos distorsionados que dejaron los cronistas de la época fueron pioneras. Su obra más importante The art of war in the Midle Ages: A.D. 378-1515, fue publicada en Oxford en 1884 y revisada en 1924. Una edición de John Beeler publicada en 1960 está disponible en Amazon. También se puede consultar en línea en: https://books.google.com.ar/books?id=1S5zGxF8VMoC&printsec=frontcover&redir_esc=y#v=onepage&q&f=false [5] Rodriguez Casillas, Carlos J. (2018), La batalla campal en la Edad Media, Madrid: Ediciones de la Ergástula, p. 27. Charles William Chadwick Oman fue un historiador militar británico a inicios del siglo XX. Sus reconstrucciones de las batallas medievales de fragmentos y relatos distorsionados que dejaron los cronistas de la época fueron pioneras. Su obra más importante The art of war in the Midle Ages: A.D. 378-1515, fue publicada en Londres en 1895 y revisada en 1924. Una edición de John Beeler publicada en 1960 está disponible en Amazon. También se puede consultar en línea en: [6] Oman, C.W. (1885), The art of war in the Midle Ages: A.D. 378-1515, Reino Unido: Oxford University, p. 60 y ss. [7] Oman, Charles William Chadwick, The art of war in the Midle Ages: A.D. 378-1515, ob. cit., pp. 60-61. [8] Demurguer, Alain (1986), Auge y caída de los templarios, Madrid: Martínez Roca, p. 128 [9] Heers, Jacques (1995) La primera cruzada, Barcelona, Andrés Bello, pp. 115. Nota: En 1085 –apenas diez años antes de que el papa Urbano II convocara a la primera cruzada–, Toledo (1085) había sido recuperada de manos del infiel, que también había sido expulsado de toda la península itálica. Cabe agregar aquí que el primer obispo de Toledo, Bernardo de Sedirac –al igual que el papa Urbano II–, fue un monje cluniacenses a quien el papa le concedió la dignidad de arzobispo cuando nombró a la catedral de Toledo “Primada del Reino”. [10] Ordericus Vitalis, hijo de padres normandos, nació en Shropshire en 1075, fue un escritor prolífico. Su voluminosa “Historia eclesiástica” consta de trece libros y representa el trabajo y la observación de unos veinte años de la vida del escritor. Es un producto característico del claustro. La iglesia y todo lo que le concierne son, en todo momento, lo más importante en la mente de Orderic y determinan su punto de vista y su perspectiva como historiador. Su obra nos permite acceder a valiosa información sobre las condiciones sociales de su tiempo, sobre la profesión monástica e incluso sobre las ocupaciones, gustos, pasatiempos y apariencia personal de hombres prominentes. [11] Rousset, Paul (1969), “La description du monde chevaleresque chez Oderic Vital”, Le Moyen Âge vol. 75, pp. 427-444. [12] Heers, La primera cruzada, ob. cit., p. 117 Nota: Por “concilios reformadores” se refiere a aquellos que, enmarcados en la reforma gregoriana, dictaron nuevas normas a fin de sanear a la Iglesia de la simonía, resolver la cuestión de las “investiduras” y terminar con la intromisión de los poderes temporales en la elección de los papas. Cluny fue el principal ejecutor de las políticas implementadas por Gregorio VII. [13] Rodriguez Casillas, Carlos J. (2018), La batalla campal en la Edad Media, ob. cit., p. 61. [14] Rodriguez Casillas, ob. cit. p. 65. [15] Bennett, Mattew, (2010) La guerra en la Edad Media, Madrid: Akal, p. 87 [16] Fossier, Robert, (2002), El trabajo en la Edad media, Barcelona: Crítica, p. 29. [17] Un faldón que se colocaba sobre el caballo y que a veces servía para proteger del óxido las placas de hierro que este llevaba en la cabeza y el pecho. [18] Bordonove, Georges, (1988), La vida cotidiana de los templarios en el siglo XIII, España: Ediciones TH, p. 86 y ss. [19]Upon-Ward, J. M., El Código Templario, España, Ediciones Martinez Roca S.A., 2000 [20]Puede encontrarse el texto completo de este ensayo en el Apéndice de la ya mencionada obra de Upton-Ward, El Código Templario, pp. 225-238. [21] De Curzon, Henrri (1886) La règle du temple: Paría: Société de l'histoire de France, París: Libraire Renouard. Se puede leer en línea en:https://archive.org/details/largleduhenride00tempuoft/page/n8/mode/2up [22] Upton-Ward, El Código Templario, ob. cit. pp. 225-226. [23] Jerusalén fue la sede del Cuartel General de la orden hasta su caída en 1187. Acre tomó su lugar en 1191 hasta 1291. Luego de la caída de Acre el Cuartel General se trasladó a Chipre. [24] Nicholson Helen (2006) Los templarios. Un nueva historia, Barcelona: Crítica. [25] Demurger, Alain (2000), Auge y caída de los templarios 118-1314, Barcelona: Martinez Roca, p. 96. [26] Rodriguez Casillas, Carlos J., La batalla campal en la Edad Media, ob. cit. p 103.
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