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  • Foto del escritorEduardo R. Callaey

Everardo de Barrès, Gran Maestre III del Temple

Seminario sobre Historia de la Orden del Temple, QuintaParte.©


Un breve análisis histórico de la Orden durante el mandato de su tercer Gran Maestre. El fracaso de la segunda cruzada y el rol de San Bernardo. Los primeros éxitos militares en Portugal. Algunas consideraciones sobre el injusto ostracismo al que de Barrès fue condenado tras su regreso a Francia.


EVERARDO DE BARRÈS. DEL ORIFLAMA AL CLAUSTRO



¡Y jamás volváis la espalda al infiel!


Cuando murió Roberto de Craon el papa Eugenio III estaba en París.

Un año antes de su deceso, de Craon se había ocupado de adquirir un gran solar en medio de la ciudad, en el que esperaba montar el cuartel central de la Orden en Francia. Allí sería construida la emblemática Torre del Temple, que fue el depósito del Tesoro de la Orden –y depósito del Tesoro Real bajo el reinado de San Luis–, hasta su disolución. Pero los planes respecto de la construcción del Temple de París debían esperar. Eran momentos decisivos para la cristiandad occidental y para el destino de los Estados Cruzados de Outremer, pues el rey Luis VII se preparaba para marchar a Tierra Santa.



El papa asistió al Capítulo del Temple que había sido convocado por pedido del rey, en donde fue recibido por el arzobispo de Paris junto con los principales prelados y nobles de Francia. El tema excluyente era la organización de la segunda cruzada. Tal fue el asombro y la admiración del papa cuando vio allí reunidos a ciento treinta caballeros con sus mantos blancos, que, maravillado ante el espectáculo, decidió que llevaran una cruz roja para demostrar que eran caballeros de Cristo: Ut esset eis tam triumphale signum proclipeo ne fugerunt pro aliquo infideli (¡Que este signo triunfal os sirva de escudo y jamás volváis la espalda al infiel!) La cruz roja sobre el color blanco sería también el símbolo del martirio. Ese día, Everardo de Barrès, Preceptor de la Orden en Francia, no sabía aun que dos años después sucedería a Roberto de Craon como tercer Gran Maestre del Temple. El gesto del papa puso fin, a su vez, al problema de la uniformidad de las órdenes militares, pues a partir de allí los hospitalarios vestirían túnicas negras y llevarían cruces rojas.

Everardo de Barrès tuvo un gran protagonismo en la Orden entre 1147 y 1151. Su actividad coincidió con los preparativos de la cruzada y, de hecho, se unió al ejército del rey Luis al frente de un numeroso contingente de templarios franceses. Pronto se convirtió en la figura más destacada de aquella tropa y el rey terminó poniéndolo al mando de la vanguardia, solicitándole que cada regimiento de su ejército fuese comandado por un templario. Pero hubo de concederle un honor aún mayor. Antes de partir a la cruzada, el rey recibió el Oriflama de manos del obispo Suger – el abad de Saint Denis y quien debía ocupar la regencia de Francia en su ausencia– para que ondeara en la batalla. El rey decidió que fuera el Temple quien lo portara en combate. ¿Qué más alto honor podía ofrecerse a un soldado que portar el estandarte de guerra de los reyes de Francia?

Se podría afirmar que fue a partir de esta segunda expedición armada a Tierra Santa que los templarios ganaron de pleno derecho su fama como guerreros feroces, pues hasta ese momento la aureola que los rodeaba tenía más que ver con la publicidad que les hacía san Bernardo que con los propios méritos militares.

La cruzada había sido convocada por el papa Eugenio III luego de que se conociera la caída en manos de los musulmanes del Condado de Edesa. Este principado cristiano –tal como hemos visto en artículos anteriores– había sido tempranamente conquistado por Balduino de Bologna (futuro rey del Jerusalén) durante la primera cruzada y ahora era el primero en caer. En un comienzo, la convocatoria a la nueva cruzada estuvo lejos de despertar el entusiasmo que se había vivido en 1095 cuando Urbano II enardeció a las multitudes en Clermont. Pero la situación cambió cuando san Bernardo se involucró personalmente en el asunto y la convirtió en su principal obsesión. Su prédica, como era de esperar, superó todas las expectativas, a punto tal que él mismo parece haber sido presa de su propio frenesí. En una carta dirigida al papa en la que le informa acerca de sus avances escribe:

Me lo ordenasteis y obedecí. La autoridad del que me mandaba hizo fecunda mi obediencia. Abrí mis labios, hablé y se multiplicaron los cruzados, de suerte que quedaron vacíos las ciudades y castillos, y difícilmente se encontraría un hombre por cada siete mujeres.[1]


Varias casas reales se comprometieron con la empresa, comenzando por el rey Luis VII que partió con su ejército en 1147, acompañado de su esposa, Leonor de Aquitania. Entre muchos otros príncipes y nobles se cruzaron Teodorico de Alsacia, conde de Flandes; Enrique, el futuro conde de Champagna; el hermano de Luis, Roberto I de Dreux; Alfonso I de Toulouse; Guillermo II de Nevers; Guillermo de Warenne, tercer conde de Surrey; Hugo VII de Lusignan y Conrado III Hohestaufen, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. La inclusión de Conrado fue consecuencia de la intensa predicación de san Bernardo en Alemania y, de hecho no le cayó muy bien al papa, que había imaginado a la cruzada como una expedición mayoritariamente francesa.


También se unirían príncipes de Europa Oriental y los propios bizantinos. Sin embargo, lejos de garantizar el éxito, tal diversidad provocó el desorden que haría fracasar la campaña. La cruzada fue un absoluto desastre. Luego de demoras y desencuentros, los ejércitos franceses al mando del rey Luis, y los alemanes del emperador Conrado, llegaron a Tierra Santa, y –cediendo a las ambiciones de la reina Melisenda, madre de Balduino III que apenas tenía dieciséis años, y de los propios templarios de Outremer– decidieron atacar Damasco. Fue un grave error. Pero si tomamos en cuenta la crónica de Guillermo de Tiro, se podría afirmar que fue un grave error ¡decidido con mucho entusiasmo!


Se discutieron todos los temas sobre los que se debía deliberar, y luego de múltiples propuestas que fueron, como ocurre siempre en estos casos, defendidas y combatidas por diferentes partidos, se juzgó de común acuerdo que lo mejor era sitiar la ciudad de Damasco, siempre peligrosa para los cristianos. Una vez que se hubo tomado esta resolución, se ordenó a los heraldos publicar por todas partes que los príncipes se prepararan para el día que sería indicado, a fin de conducir sus tropas hacia Damasco. En consecuencia el 25 de mayo del año de gracia de 1147, todos los ejércitos que se encontraban en el reino, tanto la infantería como la caballería, tanto los naturales del país, como los extranjeros y peregrinos, se reunieron en torno del madero vivificante de la cruz en la ciudad de Tiberíades como había sido convenido.[2]


La ausencia de un mando unificado, sumado a la poca experiencia del joven Balduino y la feroz resistencia de los damascenos dio por tierra con las expectativas cristianas. Para colmo de males surgió un entredicho entre los jefes cruzados acerca de quién gobernaría el reino de Damasco una vez conquistado. Las tropas acabaron agotadas por el hambre y la sed y finalmente se ordenó la retirada. Se habló de traición, incluso de que los templarios habrían sido sobornados para evitar la caída de Damasco. La verdad –dice Robinson– es que la decisión de levantar el sitio fue producto de la codicia, las envidias y el simple hecho de que, como era de prever, el ejército sitiador se había quedado sin comida y sin agua.[3]



Conrado abandonó Tierra Santa de inmediato, jurando que jamás regresaría ante un pedido de auxilio de Jerusalén. Luis permaneció hasta 1149, cuando ya el esfuerzo económico de la guerra era insostenible. Everarado de Barrès fue finalmente electo Gran Maestre por el Gran Capítulo celebrado en Jerusalén y regresó a Europa junto con el rey Luis con la intención de reclutar más hombres y fondos para la guerra. Su estrecha relación con Luis VII y la temprana asistencia financiera del Temple a la corona francesa sentó un precedente que, a la larga, resultaría muy malo para la Orden. Exhaustas las arcas reales, el Temple socorrió por primera vez a un monarca francés con un crédito más que importante.


LA CRUZADA PORTUGUESA


Pero pese a la situación en Outremer, no todo era derrota para el Temple. Por el contrario, en Portugal la Orden comenzaba a afianzarse. Poco antes de morir, el Gran Maestre Roberto de Craon había autorizado a la guarnición templaria del castillo de Soure a unirse al rey Alfonso I de Portugal (Henriques, el hijo y sucesor de Teresa) en el ataque a la ciudad de Santarém. El castillo de Santarém era de vital importancia en la estrategia de Alfonso. Desde allí los árabes atacaban frecuentemente a las plazas de Coimbra y de Leira, pero además era un paso clave si se pretendía conquistar Lisboa. Al mando de 250 caballeros logró tomar la fortaleza en marzo de 1147. Entre ellos marchaba el contingente templario de Soure liderado por un caballero que sería emblema de la Orden de Portugal: Gualdin Paez.


La acción tuvo lugar en el marco de la Segunda Cruzada, pues al mismo tiempo que Everardo de Barrès –todavía Prefecto de Francia– marchaba a Oriente junto al rey Luis VII, una flota de cruzados llegaba a costas ibéricas. El contingente, cuyo destino original era la Tierra Santa, estaba compuesto de cruzados flamencos, frisones, normandos, ingleses, escoceses y alemanes. Ningún rey ni noble de renombre estaba al mando, pero había una unánime voluntad de llegar a Jerusalén y unirse a la cruzada. Llegaron a las costas de Galicia y peregrinaron a Santiago de Compostela en donde celebraron la fiesta de Pentecostés. Hacia fines de junio estaban en Oporto. El obispo los instó a que continuasen hasta Lisboa, en donde –informado de la llegada de una flota cruzada a su reino– ya estaba el rey Alfonso I. Enterados los cruzados de que el papa había prometido las mismas indulgencias para aquellos que combatieran al infiel en la península aceptaron atacar Lisboa y la sitiaron el 1º de julio. La ciudad cayó finalmente el 24 de octubre.[4]


Los templarios, que combatieron con Alfonso recibieron en recompensa a su ayuda el castillo de Cera, una fortaleza en estado ruinoso a orillas del río Tomar. Hacia 1148, el jefe templario Gualdin Páez –que ya era el Maestre Provincial de Portugal–, decidió construir un castillo nuevo en una mejor ubicación. Para ello fundaría una ciudad a orillas del río que le da su nombre, mientras que el castillo de Tomar se convertiría en el centro de las operaciones templarias en Portugal y emblema de la Orden.


LA IRA DE BERNARDO


Aun con todos estos logros, el mandato de de Barrès sería muy breve. San Bernardo vivió el fracaso de la cruzada como una afrenta personal: Había depositado todas sus esperanzas en el Temple francés, comandado por su Preceptor, quien pese al enorme esfuerzo realizado, no había podido lograr el éxito de la cruzada. Ambos se reunieron y poco se sabe del contenido de esa conversación. Pero inmediatamente después el Gran Maestre dimitió de su cargo y nada pudieron hacer los altos oficiales de la Orden que intentaron persuadirlo de que siguiera al mando. Esta dimisión, así como sus reales motivos, permanece en un cono de sombra. Cumpliendo con la regla, que establecía que todo aquel templario que renunciara a la Orden solo podía ir a una de mayor rigor, Everardo ingresó como monje al Cister “probablemente en busca de expiación y mortificación por el fracaso de aquella misión divina”.[5]


Más allá de la ausencia de documentos que expliquen la renuncia del Gran Maestre, es evidente que el final de Everardo de Barrès –injusto y desgraciado–, no tiene otro motivo que la reacción de San Bernardo, quién pasó de ser venerado por todos a ser vilipendiado a causa del fracaso de la cruzada. La derrota de los ejércitos cristianos frente al Islam provocó una ola de indignación y desesperanza que se volvió en contra del propio Bernardo, que tanto había encendido el corazón del pueblo, incitando a las multitudes a unirse a los ejércitos.


Se ha escrito mucho acerca del modo en que la derrota cruzada afectó a Bernardo. Es cierto que quedó muy abatido, pero no es menos cierto que en su fuero interno creía que estaba haciendo un servicio a la Iglesia en tanto que los insultos se dirigían a él y no al papa. Poco tiempo después de terminada la cruzada escribió un tratado completo dirigido al papa con el título De consideratione ad Eugenium Papam,[6] que bien podría considerarse como una apología de la derrota, o si se quiere, la justificación del propio Bernardo, quien dice sin tapujos al papa: Me di de lleno a la obra, y no precisamente al azar, sino porque tú mismo me lo mandaste, como si Dios me hablara por tu boca.


A continuación reproduzco los dos primeros párrafos del Libro II de dicho tratado, titulado Apologia super consumptionem Ierosolymitarum:

  1. No me he olvidado de la promesa que te hice, santísimo papa Eugenio. Hace ya tiempo que me siento deudor tuyo y deseo satisfacerte, aunque sea tarde. Me avergonzaría de esta demora si tuviera que reprocharme por ello de incuria o desconsideración para contigo. Pero no es así. Como bien sabes, han sucedido recientemente tales desastres, que llegué a pensar que podían acabar con todas mis aficiones y hasta con mi vida. Como si el Señor, irritado por nuestros pecados y olvidándose de su misericordia, hubiera determinado Juzgar con todo su rigor al universo entero antes del día prefijado.

  2. No perdonó a su pueblo ni a su santo nombre. Porque ¿no dicen ahora los gentiles, dónde está su Dios? Y no es de extrañar que lo digan. Los hijos de la Iglesia, los que se gloriaban de ser cristianos, yacen abatidos en pleno desierto, muertos a espada o devorados por el hambre. Arrojó el desprecio sobre los príncipes, los descarrió por una soledad inmensa y sin caminos. Quebranto y calamidad hallaron a su paso. Pavor, abatimiento y confusión hasta en la alcoba del rey. ¡Qué vergüenza para los que anuncian la paz y para los encargados de traer buenas noticias! Pregonamos paz cuando no había paz; prometimos bienestar y nos vino encima el caos; como si con nuestros proyectos hubiéramos incurrido en temeraria ligereza. Me di de lleno a la obra, y no precisamente al azar, sino porque tú mismo me lo mandaste, como si Dios me hablara por tu boca.

Para Bernardo, Dios –en su inescrutable voluntad–, había determinado la derrota y él, como instrumento de la Providencia, no había hecho otra cosa que atender la palabra de Dios dicha en boca del propio papa. En este contexto nos es difícil imaginar el contenido de la conversación entre Bernardo y de Barrès. La Orden se había batido con honor, pero en un contexto adverso en medio de un liderazgo caótico.


Everardo de Barrès vivió más de veinte como monje del Cister luego de su renuncia y entregó el alma en la Abadía de Claraval en 1174. Para ese entonces el Temple ya era un Estado en sí mismo, independiente de cualquier poder temporal o eclesiástico, salvo y únicamente del propio papa.

[1]Ribadeneyra, Pedro Obras completas de san Bernardo.(Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos 1953). [2]Guillermo de Tiro, Historia de las Cruzadas, Libro XVII, p. 1-4. (En: Collection des Mémoires Relatifs à l'Histoire de Fram Depuis la fondation de la monarchie francaise jusqu'au XIL siècle. Avec une introduction, des suppléments, des notic et des notes par M. Guizot, París, 1824). Traducción de Ofelia Manzi [3]Robinson. Ob.cit p. 107 [4]Otro contingente de cruzados se unió a los ejércitos españoles comandados por Alfonso VII de Castilla y Ramón Berenguer IV de Barcelona logrando conquistar Almería y Tarragona. Un último contingente de cruzados batallaría junto a las tropas castellanas y aragonesas para reconquistar Tortosa, Fraga y Lérida. [5] Robinson, John, ob.cit p. 109 [6] Bernardo de Claraval. Tratado sobre la Consideración al papa Eugenio. En Obras Completas de San Bernardo, vol. 2. Madrid: BAC, 1984, pp. 52-233.

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