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Foto del escritorEduardo R. Callaey

La esperanza de Notre Dame

El incendio de la catedral de Notre Dame ha provocado en Occidente un sentimiento de desgracia como hace mucho tiempo no se veía. La magnitud del siniestro, las imágenes de las llamas tragándose la aguja proyectada por Viollet Le Duc, la angustia de que las emblemáticas torres se vieran colapsadas, el fantasma de un atentado y la inmediata solidaridad despertada en millones de personas, más allá de su condición religiosa, nos colocan ante un fenómeno que asombra al desprevenido y a la vez esperanza a todo aquel que alguna vez se aproximó a la historia de fenómeno catedralicio.



Una gran porción de la población apenas tiene idea de que las ciudades europeas se estructuraron y crecieron alrededor de la catedral, cuyos cimientos son también los de la burguesía que ha moldeado la sociedad tal como la conocemos. Muchos ignoran, o disimulan ignorar, que lejos de ser la consecuencia de un proceso nacido de una política eclesiástica, las catedrales fueron la expresión de una sociedad que construía una cosmovisión del mundo. Esa cosmovisión, esencialmente cristiana, condiciona nuestra manera de pensar, le otorga una base sólida a nuestros símbolos (un junguiano hablaría de arquetipos) y constituye una parte singular de nuestra identidad, aun la de aquellos que reniegan de cualquier influencia religiosa.


Un aspecto curioso de esta desgracia es que ha provocado la aparición de un coro de desorientados que protestan por las donaciones millonarias de algunas familias acaudaladas, reclamando que esos dineros se destinen a dar de comer a los pobres. Tan desorientados están que ignoran que en la Edad Media la construcción de la catedral era una empresa colectiva, impulsada en todo caso por aquella clase emergente a la que Marcilio de Padua definía como valentior pars la parte prevalente del pueblo. Ni siquiera el más pobre entre los pobres quedaba fuera de esa extraordinaria manifestación de fe.


En tiempos de la construcción de Notre Dame conformaban ese pueblo los comerciantes (el mercado y la catedral están íntimamente ligados, tal como lo describe magistralmente Ken Follet en Los Pilares de la Tierra), pero también los albañiles, los carniceros y los panaderos, los teñidores y los fabricantes de cuchillos montaraces, los refinados artesanos que hacen saetas y los que dominan el arte de la fragua. Todos ellos eran la delicada trama de “hombres libres” cuyo poder crecía lenta, imperceptiblemente, en una sociedad que había trasladado su centro desde la campiña a la incipiente vida urbana.


Es cierto que la catedral se construía bajo la atenta mirada del obispo, cuya “cátedra” le da nombre al monumento. Habitualmente, la dirección real recaía bajo la responsabilidad del capítulo catedralicio -integrado por prelados y también por laicos, principalmente grandes comerciantes- que, bajo la autoridad del obispo tenía como principal función la financiación de la obra, pero también la de contratar, establecer y controlar la “fabrica” (el “opus”, la “logia”) que tendrá a su cargo la construcción.


Esa logia, si bien se establecía adjunta al capítulo catedralicio poseía personería jurídica propia. Tenía a su cargo la administración, las finanzas y la contratación de los maestros directores de obra. En algunos casos era también la que contrata a los arquitectos proyectistas. Rendía cuentas ante el capítulo periódicamente; su contratación podía ser temporal o vitalicia; en algunos casos hasta era propietaria de sus propias canteras (tal el caso de la logia de la catedral de Estrasburgo). Era la responsable, en su papel administrador, de la contratación del personal y también del salario de cada oficial y de cada aprendiz para lo cual llevaba una exacta contabilidad.


Así era en los tiempos góticos. Pero ahora es el siglo XXI y de pronto, el incendio de Notre Dame nos viene a demostrar que seguimos apasionados por esos templos que unen lo sagrado y lo profano. ¿Acaso no estará nuevamente el obispo al frente de la reconstrucción? ¿No será en definitiva aquella parte prevalente del pueblo la que dirija y financie la obra? ¿No se buscarán los mejores arquitectos? ¿No volverán los enjambres de artesanos, cada uno con su arte, a reconstruir el edificio? ¿Alguien imagina que no esté presente el propio Santo Padre el día en que se yerga de nuevo para admiración de todos y solaz para el que sufre?


A lo largo de la historia del cristianismo muchas catedrales se incendiaron. El fuego ha sido siempre su más temido enemigo. En sus crónicas del incendio de la catedral de Canterbury –acaecido en el año 1174 "por voluntad y secreto juicio de Dios"– Gervasio de Canterbury describe la inmensa desazón que se apoderó de monjes y clérigos a causa de la tragedia. Preocupados por el estado en el que había quedado la estructura, dudaban de su fortaleza. Por aquel entonces no existían las técnicas de peritaje que hoy hacen que sepamos de inmediato que la estructura de Notre Dame está intacta. Algunos hablaban de reconstruir la catedral de Canterbury desde sus cimientos, lo cual enloquecía a los monjes de sólo pensarlo. Otros creían que algunas columnas soportarían una nueva carga. Lo cierto es que paralizados por tan inesperado siniestro, los monjes permanecieron de luto durante un año, mientras decidían qué hacer con lo que había quedado de aquel hermoso templo.


Cuenta Gervasio que el capítulo convocó a numerosos arquitectos franceses e ingleses, pero no se pusieron de acuerdo. Finalmente, la elección recayó en Guillermo de Sens, a quien define como "un hombre extremadamente audaz, artífice habilísimo en tareas con madera y piedra", a quien le fue entregada la obra. Las crónicas de Gervasio dan fe del celo con el que Guillermo condujo la reconstrucción; nos cuentan de la multitud de artistas talladores que fueron convocados, del enorme esfuerzo y de los ingenios que se debieron construir para desembarcar las piedras que llegaban desde el otro lado del mar y del entusiasmo con el que el pueblo arrastraba los carretones con las piedras rumbo a la obra. Hasta que, cierto día, en el quinto año de la reconstrucción, el hábil arquitecto cayó desde un andamio y quedó postrado en cama durante meses. La obra avanzó entonces de forma más lenta bajo la dirección temporaria de un monje que -con más voluntad que habilidad- seguía las indicaciones que Guillermo le daba desde su lecho. Consciente de que ya no se recuperaría, el arquitecto abandonó la obra y regresó a Francia. Le sucedió otro Guillermo, de nacionalidad inglesa, a quien Gervasio describe como un maestro hábil y honesto. Ni el uno ni el otro arquitecto eran monjes; se trataba de arquitectos laicos, hombres libres que habían aprendido el oficio de trabajar la piedra y construir iglesias en aquellas logias conformadas por experimentados monjes y numerosos artesanos, expertos en sus oficios de canteros, albañiles, vidrieros, herreros, carpinteros y tallistas.


Notre Dame se reconstruirá del mismo modo que se reconstruyó Canterbury y una larga lista de catedrales siniestradas. Me emociona solo pensar que volveré a verla reinar en la Île de la Cité, en el corazón de París. Y que su resurrección sea el resultado de un pueblo entero que vuelve a rescatarla, como lo hizo cuando el odio se apoderó de la turba y la y la convirtió en un depósito de hortalizas. Permítaseme terminar estas breves reflexiones con un pequeño escrito que, calamo currente, escribí una noche en Barcelona después de haber visitado por primera vez una catedral gótica, de la mano de mi amigo y hermano Ramón Martí Blanco.


Resisten. Como si fuesen centinelas eternos de un mundo olvidado. Acaricio el mortero que mantiene aún piedra sobre piedra y siento la arenilla desprenderse entre mis dedos. Imagino los golpes de los cinceles contra la roca dura. Imagino el cansancio y el frio en los huesos de los hombres. Siento el olor de los pinos que se mecen en el claustro. Las campanas aún están allí: tañen, pero nadie responde. Me empeño en buscar una Europa olvidada debajo del multiculturalismo. Sin embargo, resisten. Sostenidas por columnas que desafían la gravedad, por arbotantes que soportan el peso de siglos. Coronadas por bóvedas que descargan sus toneladas hacia las nervaduras de los arcos. Me niego a creer que se han vuelto invisibles; que los rascacielos se erigen aún más altos. Pero aun así, resisten. Para recordarnos que alguna vez, en un pasado remoto, vivíamos en proporciones humanas, en un tiempo humano, en un mundo hecho a la medida del hombre. Allí están todavía… las catedrales.

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