Un adelanto de mi libro sobre los Grandes Maestres del Temple.
Veintitrés hombres comandaron la famosa militia christi durante casi dos siglos. Guerreros feroces, administradores brillantes, políticos consumados, supieron navegar las cenagosas aguas de los intereses políticos y religiosos de una de las épocas más turbulentas de la Edad Media. En los mismos escenarios de las Guerras del Golfo, el Estado Islámico y los conflictos en Gaza, Líbano y Siria, los templarios se caracterizaron por una sutil agudeza al momento de comprender cuál era su rol en el convulso Reino Latino de Jerusalén, en medio de la marea islámica. ¿Qué había en el corazón de aquellos líderes? ¿Con qué espíritu arredraban la muerte? En su mayoría hombres de la aristocracia, ¿qué les impelía a abandonar los privilegios de su clase a cambio del más grande de los sacrificios? ¿Locos de Cristo o protagonistas de un conflicto sin remedio? En este ensayo -que ya se encuentra en preventa en las principales librerías de España- trato de dar una respuesta a este y a otros interrogantes. Con la esperanza de que resulte interesante a mis lectores, publico a continuación un adelanto de su contenido.
A modo de anticipo.
En la actual Acco –la vieja San Juan de Acre– se concentra una importante cantidad de monumentos y construcciones de la época de las Cruzadas, muy bien restauradas gracias al trabajo de la Autoridad de Antigüedades de Israel. Al norte de la bahía bañada por las aguas del Mediterráneo oriental, en la llamada Old City, existe un paseo costanero que todavía conserva parte de los antiguos cimientos del castillo que fue cuartel general de la Orden del Temple durante un siglo, después de que perdieran Jerusalén, tras la derrota de Cuernos de Hattin en 1187.
Cuando el cielo esta despejado y el mar calmo, desde la muralla se puede ver una mancha de tono verdoso que contrasta con el azul profundo de las aguas que rodean el antiguo promontorio. Ese efecto se debe a las colonias de algas que cubren las piedras sumergidas de la que fue la majestuosa “Bóveda de Acre”, tal como los templarios llamaban a su gran castillo, su Casa Capitana. Desde la misma muralla, construida durante la ocupación otomana, se observan todavía algunos pilotes de piedra, distantes algunas decenas de metros de la costa, que sirven para imaginarse el tamaño que tenía aquel palacio fortificado del cual no queda otra cosa que la citada mancha verdosa.
Para quienes conocen la historia de dicho lugar y cómo colapso esa gran estructura, la vista resulta perturbadora. En ese hueco profundo, a orillas del mar, se escribió uno de los capítulos más impactantes de la historia del Temple.
Cuando llegué por primera vez a Acre, en 2014, sabía que me encontraría con algunos de los restos mejor conservados de los tiempos de los cruzados. La Ciudadela de los Hospitalarios es uno de los castillos más bellos de Medio Oriente. También resulta impactante el túnel de los templarios, cavado debajo del barrio árabe, que se extiende desde la antigua fortaleza en el suroeste hasta el sureste, donde llega a la zona portuaria.
Construido en el siglo XII, este pasadizo de 350 metros de longitud funcionaba como una ruta estratégica oculta que unía la fortaleza con el puerto. Esto permitía una evacuación rápida a la vez que facilitaba el transporte de mercancías entre el puerto y el castillo. La base del túnel esta horadada en la roca natural y las paredes superiores, compuestas de piedras esculpidas, sostienen su bóveda arqueada. Es un lugar sobrecogedor.
Sin embargo, Acre me impacto, no por lo que vi sino por lo que no vi. Aquel vacío, esa columna de aire que flota sobre la mancha verdosa es la tumba marítima de los últimos defensores del castillo. Murieron cuando toda la estructura se desplomo como consecuencia del minado de los sitiadores y el peso de los miles de mamelucos que se lanzaron a su asalto final.
Confieso que para esa época había leído varias versiones acerca del sitio de Acre de 1291 y conocía el plano de la ciudad vieja de memoria. Muy a mi pesar me convertí en una molestia para el experto Ariel Seiferheld (mucho más que un "guía" en Medio Oriente), pues a cada paso lo distraía con preguntas o acotaciones que no resultaban de interés particular para la mayoría de los que formaban parte del grupo, pero que no podía dejar de formular. Acre tiene una larga historia que precede a las Cruzadas y otra que se escribió después. Fue justamente en Acre donde el ejercito napoleónico detuvo su avance en 1799 al no poder forzar las defensas otomanas.
Un elemento adicional para mi entusiasmo fue que pocos días antes de llegar a Acre, al atravesar el desierto jordano desde Aman rumbo al Golfo de Aqaba, habíamos pasado cerca del castillo de Kerak, la famosa Roca del Desierto construida por los cruzados en el feudo de Oultrejordain, desde donde, según cuenta el gran historiador Steven Runciman, los sarracenos trasladaron hasta Acre una gigantesca catapulta llamada “la Victoriosa” –al-Manzur en árabe–, cuyo transporte había demandado el uso de cien grandes carros.
Después de muchos años de lectura y estudio, finalmente pude ver sobre el terreno la dimensión de aquellos preparativos, su contexto y sus consecuencias. Tardaría varios años y viajes en entender completamente las acciones y los escenarios en los que los jefes de la Orden del Temple llevaron a cabo su misión, ganaron gloria y sufrieron derrotas. Este escenario bélico en Medio Oriente era muy diferente al que había visto antes en la península ibérica; no porque las operaciones militares en el marco de la Reconquista fueran menos importantes, sino porque estos lugares estaban situados en tierras bíblicas, a miles de kilómetros de los puertos de Europa occidental y de la Francia medieval, de donde provenían gran parte de los templarios. Aquí me encontraba, por primera vez, frente a un drama que los historiadores apenas podían transmitir, en una experiencia propia de quien puede oler, tocar, oír y ver aquellos escenarios sobre los que ha leído.
En los años siguientes, al regresar al mismo lugar, volví a detenerme en las almenas del boulevard marítimo para observar aquella mancha verde. Pero ahora veía personas, no piedras. Podía imaginarme los gritos, las galeras en el puerto y al Comendador del Temple Tibaldo de Gaudin salvando almas y documentos; el cuerpo inerte del Gran Maestre Guillermo de Beaujeu muerto por una flecha en la axila; la Torre Maldita –un icono de la defensa de la ciudad– desmoronándose en medio del estruendo de cien máquinas de guerra bombardeando la muralla; los alaridos, los tambores y los címbalos de los mamelucos, enajenados por la inminente victoria.
Por alguna razón que aún no logro entender, cuando volví a visitar otros emplazamientos templarios en Occidente –Ucero, Ponferrada, Tomar–, ya no los vi como antes. No eran los muros; no eran los libros de historia, sino quienes los habían habitado, quienes aún los habitan.
Fue en aquel otoño boreal de 2014 cuando nació la idea de escribir este libro. Pero su concreción necesito atravesar muchos años de dudas, revisiones y varias idas y vueltas. El impulso de escribir un libro sobre los templarios chocaba una y otra vez con una inmensa biblioteca de cientos de obras ya escritas, muchas de ellas insuperables en cuanto a erudición y calidad literaria. ¿Qué podía aportar de nuevo respecto a una materia tan analizada y desmenuzada por tantos especialistas? Ante cada tribulación, volvía a mí la necesidad de acercarme a todo aquello que pudiera hacerme comprender que había en el corazón de quienes habían conducido a la Orden durante casi doscientos años. ¿Quiénes eran estos hombres? ¿Por qué la mayoría de los autores solo se detenían en alguna que otra particularidad de los más conocidos jefes templarios? La idea que se iba abriendo camino era la de rescatar la información disponible sobre aquel manojo de lideres que me permitiese entender sus motivaciones, sus razones y sus circunstancias.
Decidí contar una historia del Temple poniéndola en el contexto adecuado para que pudiese comprenderla el lector no especializado. La tarea no era sencilla, porque las Cruzadas llevaban en interdicto mucho tiempo, hasta el punto de que el papa Juan Pablo II ordenó que se las incluyera en el vasto perdón que pidió la Iglesia al comenzar el tercer milenio. Muchos autores las han considerado un ejemplo de crueldad y de fanatismo religioso que regó de sangre el Oriente mediterráneo; un fenómeno propio de una época oscura que la humanidad dejó atrás definitivamente. ¿Es esto cierto? ¿No hemos sido acaso testigos, en tiempos recientes, de las mayores masacres llevadas a cabo en los mismos escenarios medievales y en la misma geografía? ¿Acaso el Estado islámico o el conflicto en Gaza resultan más digeribles para la actual gobernaza global que las acciones emprendidas por los cruzados en el siglo XII?
En los últimos años, autores contemporáneos como Christopher Tyerman o Richard Fletcher, han comenzado a revalorizar el sentido religioso de aquellas expediciones, alejándolas de la idea de una mera acción expansionista impulsada por el afán de conquista, la apertura de rutas comerciales y el expolio económico, redimensionando la validez de las motivaciones religiosas y espirituales. Por dicha razón, creí conveniente que la primera parte de este libro estuviese centrada en comprender los antecedentes sociales, políticos y religiosos que llevaron a personas de todas las condiciones sociales, los crucesignati, a volcarse a las rutas que conducían a Jerusalén uniéndose a los ejércitos cruzados. En otras palabras, me propuse rescatar, en las primeras páginas, los antecedentes de aquella geografía y el “espíritu de época”. Pero, principalmente, tratar de entender cuáles eran las razones que llevaban a un caballero a abandonar los privilegios de su clase para abrazar la dura, durísima, vida de un templario.
Luego, siguiendo la trama de las dramáticas alternativas que atravesó el Reino Latino de Jerusalén, me propuse presentar cronológicamente a cada uno de los veintitrés grandes maestres que comandaron la Orden a lo largo de su historia.
Dado que el ultimo, Jacques de Molay, fue el protagonista del vergonzoso juicio al que fue sometida la Orden, y que este se llevó a cabo luego de que las acciones militares del Temple cesaran en el teatro de operaciones de Medio Oriente, creí conveniente no abordar el desarrollo del juicio y ceñirme a la acción operativa. El presente volumen concentra la historia del Temple desde su fundación en 1118 hasta la caída de San Juan de Acre y el resto de los enclaves cristianos en la costa sirio-palestina, hasta la toma de la isla de Ruad en 1302. Quedará para un próximo análisis el contexto, el desarrollo y las consecuencias que tuvo la supresión de la Orden, así como su legado en tiempos modernos.
No sería del todo sincero si no admitiese que este libro tiene motivaciones que anteceden a mis viajes a Medio Oriente. Si demore tantos años en encontrar un texto adecuado para expresar mis opiniones y mis ideas acerca del Temple, fue precisamente porque creía –y el tiempo me demostró que estaba en lo cierto– que sin una aproximación al teatro de operaciones en el que los caballeros habían combatido, mi visión seria fatalmente incompleta. De modo que bien puede decirse que espere toda la vida para estar seguro de que la publicación de un nuevo libro sobre el Temple tuviese sentido.
La inmensa estructura de la Orden, su aparato militar, sus intervenciones políticas –a veces tan temerarias como su destreza en el combate–, sumadas a la compleja actividad bancaria –siempre acompañada de un espionaje activo– requería un talento administrativo de alto nivel, ejercido por hombres singulares que, a la vez que gobernaban, debían ser formidables combatientes. Una verdadera elite. Esta concepción del fenómeno templario siempre me ha resultado más atractiva que las teorías conspirativas de las que ha sido objeto y que navegan en una suerte de ficción basada en verdades a medias. Es por ello por lo que no tengo dudas de que el mayor desafío que propone el Temple es su rol político y militar en el contexto medieval, antes que cualquier especulación de naturaleza misteriosa.
No hace falta más que sobrevolar un poco las crónicas de la época para darnos cuenta del caleidoscopio que conforma el conjunto de grandes maestres que gobernó la orden. Sería imposible trazar un perfil o un modelo de “Gran Maestre” del Temple, pues no hay dos que hayan sido siquiera parecidos.
Al menos siete murieron en combate; dos en las mazmorras sarracenas; dos abandonaron la Orden con cierta indignidad; uno se recluyó en un monasterio; varios murieron como consecuencia del cansancio y el agotamiento; de uno solo conocemos su tumba. Aunque la regla establece pautas precisas para la elección de los lideres, resulta complejo imaginar el modo en el que funcionaba el proceso electoral en el Gran Capitulo; no obstante, podemos afirmar que la capacidad de adaptación a las circunstancias permite vislumbrar un nivel de dirección con un pragmatismo propio de la más refinada política. Esta diversidad de liderazgos y de poder de adaptación es lo que intento retratar en la presente obra. Lejos de cualquier pretensión académica, espero haber narrado una buena historia en la que el lector encuentre que los hechos, nuevamente, superan cualquier fantasía.
Finalmente, quiero agradecer a mis queridos amigos y hermanos en Caballería, el Dr. Víctor Fernández Esteban quien tuvo la generosidad de revisar el manuscrito final y el Ing. Filippo Grammauta, Rector de la Academia Templaria-Templar Academy de Italia, que accedió gentilmente a prologar esta obra.nuscrito final y el Ing. Filippo Grammauta, Rector de la Academia Templaria-Templar Academy de Italia, que accedió gentilmente a prologar esta obra.
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