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Teologías de la Luz en la Edad Media

  • Foto del escritor: Eduardo R. Callaey
    Eduardo R. Callaey
  • hace 2 días
  • 9 Min. de lectura

Actualizado: hace 12 horas

Cómo místicos cristianos y cabalistas del siglo XII transformaron la luz en un principio de creación, una vía espiritual y una arquitectura del pensamiento




Aun las tinieblas no encubren de ti, y la noche resplandece como el día.

Lo mismo te son las tinieblas que la luz…


Salmo 139:12

 

Hermanos míos, que la alegría reine desde este momento entre nosotros.

El Hijo de la Luz estaba extraviado en las tinieblas, ha sido llamado,

ha vuelto otra vez, sus ojos han sido abiertos

y las tinieblas se han disipado.

 

Ritual del Aprendiz Masón

 

 Introducción


Desde hace años vuelvo, una y otra vez, al siglo XII. No sólo porque allí se gestan algunos de los grandes movimientos espirituales de Occidente —la renovación monástica, el surgimiento de las escuelas catedralicias, el avance de la filosofía, el despertar de la Cábala— sino porque ese siglo descubrió algo esencial: que la luz podía pensarse.


Mientras trabajaba en este texto, comprendí que la luz no fue un mero símbolo religioso ni un recurso estético. Fue una forma de inteligencia. Una manera de mirar el mundo. Una intuición compartida por místicos cristianos, filósofos escolásticos, constructores de catedrales y los primeros cabalistas de la Provenza. Todos ellos, desde lenguajes distintos, entendieron que la claridad no sólo ilumina: también organiza, ordena, revela.


Este ensayo es mi intento de acercarme a ese descubrimiento. De seguir el hilo luminoso que une a Suger de Saint-Denis con Robert Grosseteste, y a ambos con la emergencia de una mística judía que comenzaba a encontrar su voz. Una exploración personal, sí, pero apoyada en una inquietud histórica que me acompaña desde hace décadas: cómo, en la Edad Media, la luz se convirtió en pensamiento.


El siglo XII y la Luz


Hubo un momento en la historia de Occidente en el que la luz dejó de ser únicamente la parte activa del día para convertirse en una forma de pensamiento. No ocurrió de golpe, ni en un solo lugar, pero el siglo XII fue el tiempo en que esa transformación se hizo visible, casi palpable. Europa despertaba lentamente tras siglos de incubación; las ciudades crecían y en los claustros catedralicios, donde los maestros comenzaban a razonar en voz alta, surgía una forma nueva de inteligencia que buscaba comprender la creación con una claridad distinta. Era el germen de una revolución silenciosa: allí, entre manuscritos y capiteles, la luz empezó a convertirse también en idea.


En los templos románicos, todavía pesados y terrenales, la luz penetraba apenas en hilos delgados, sigilosa entre las piedras, pero ya insinuaba un anhelo: el deseo de elevarse, de atravesar la materia. Ese deseo encontraría su expresión en las grandes obras que estaban por venir. En Saint-Denis, el abad Suger afirmaba que la belleza luminosa podía elevar el alma; en Chartres, los colores de los vitrales filtraban el universo entero en un grado de azul que no tenía equivalente en la naturaleza. La luz no solo iluminaba: ordenaba el mundo.


Cristianos y judíos, monjes y maestros, constructores, vidrieros y místicos: todos, cada uno a su modo, comenzaron a pensar la realidad como un juego de luces y densidades. El siglo XII se convirtió así en un laboratorio espiritual donde la luz —ya fuera la del vitral, la de la especulación filosófica o la del comentario de la Escritura— empezó a ser comprendida como un puente entre la materia y lo invisible. Era como si una misma intuición, dispersa entre catedrales y manuscritos, estuviera esperando a que alguien la uniera.


Ese es el camino que propongo recorrer: el de una época que descubrió que la luz podía ser una idea, una arquitectura y una mística. Un siglo en el que mirar significaba comprender, y comprender era acercarse, aunque fuera un instante, a algo que no tenía fin.


Por George Frederick Watts - Art UK, Dominio público, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=51841023
Por George Frederick Watts - Art UK, Dominio público, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=51841023

 

La luz para un cristiano del siglo XII.


En la estética medieval —como señala Umberto Eco— la luz no era solo un fenómeno físico, sino un principio que ordenaba la sensibilidad misma del hombre. Los colores intensos de los vitrales, el oro bruñido de los manuscritos, las superficies esmaltadas de la orfebrería litúrgica: todo eso respondía a un gusto profundo, casi instintivo, por aquello que brillaba. Y no era un gusto banal. La luz encarnaba una promesa de sentido. Irradiaba perfección, revelaba la forma íntima de las cosas y mostraba, en un destello, la huella de lo divino.



Nave noroeste de Saint-Denis a la puesta del sol  CC BY-SA 3.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=304809
Nave noroeste de Saint-Denis a la puesta del sol CC BY-SA 3.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=304809

Antes de que la reflexión intelectual sobre la luz tomara forma en los tratados escolásticos del siglo XIII, la Iglesia ya había encontrado un modo de convertirla en experiencia. El primero en formularlo de manera consciente fue el abad Suger de Saint-Denis, a mediados del siglo XII. Para él, la luz era una vía de ascenso del alma. Creía que el resplandor de los vitrales y el brillo de los metales preciosos podían conducir al ser humano —desde el siervo más humilde hasta el más poderoso de los barones— desde la belleza sensible hasta la claridad divina. Su renovación de la basílica de Saint-Denis hizo visible esa convicción: paredes disueltas en color, espacios atravesados por un resplandor que parecía vivo, una arquitectura que respiraba. Allí comenzó a insinuarse una verdadera teología de la luz, una intuición de que la claridad podía organizar el espacio, el pensamiento y la devoción.[1]


Ese clima espiritual —esa confianza en la luz como revelación— preparó el terreno para que, unas décadas más tarde, la especulación escolástica transformara la intuición estética en teoría cosmológica. Es en ese punto donde aparece Robert Grosseteste, obispo de Lincoln, uno de los espíritus más singulares de su tiempo. En palabras de Grosseteste, citadas por Eco: “[La luz] es bella de por sí, dado que su naturaleza es simple y comprende en sí todas las cosas juntas”.[2] 


Para el obispo Grosseteste —franciscano para más datos—, la luz deja de ser un símbolo o un efecto arquitectónico para convertirse en el principio mismo de la creación. El primer acto de Dios habría sido la irrupción de una luz primigenia que se expandió en todas direcciones, generando la materia y dándole forma al universo. Esta manera de pensar —esta confianza en la claridad como sustancia y arquitectura— no era ajena a la que, en paralelo, comenzaban a elaborar los cabalistas del siglo XII desde la tradición judía.


En distintos lenguajes y tradiciones, judíos y cristianos compartían la certeza de que la claridad era la llave para comprender el mundo.

 

La luz para un cabalista del siglo XII


Una hoja del manuscrito 22413 f.3r del Majzor Tripartito, 1300-1329 d. C., Alemania. Forma parte del catálogo de manuscritos hebreos digitalizados de la Fundación Polonsky, custodiado en la Biblioteca Británica.
Una hoja del manuscrito 22413 f.3r del Majzor Tripartito, 1300-1329 d. C., Alemania. Forma parte del catálogo de manuscritos hebreos digitalizados de la Fundación Polonsky, custodiado en la Biblioteca Británica.

En el siglo XII, cuando la mística judía comenzaba a perfilar un lenguaje propio entre la Provenza y la España andalusí, la idea de la luz cobraba un espesor que ningún símbolo devocional alcanzaba a contener. Para aquellos hombres —eruditos, exégetas, a veces silenciosos y otras veces audaces— la luz era el modo más cercano que tenían de hablar de Dios sin violar su misterio. Era, al mismo tiempo, presencia y distancia. Más que representar a Dios emanaba de Él.


La Provenza era un territorio donde las culturas se tocaban con una naturalidad que hoy cuesta imaginar. Entre los caminos polvorientos del Languedoc y los puertos abiertos al Mediterráneo, la vida espiritual respiraba un aire singular, como si en esas tierras se hubiera suspendido por un momento la dureza del mundo feudal. Allí confluyeron sabios judíos que buscaban conservar una tradición dispersa por la diáspora, monjes y clérigos que viajaban entre abadías, trovadores que convertían el amor en símbolo, y caballeros que comenzaban a atribuir a sus gestos un sentido más profundo que la mera cortesía.


Fue en ese clima donde la Cábala —frágil, aún en germen— encontró un espacio fértil. Las comunidades judías de Narbona y Béziers vivían un intenso intercambio con los centros de estudio de la Península Ibérica, y esa circulación de manuscritos y comentarios abrió un camino para que ciertos textos fueran leídos con una sensibilidad nueva. El esoterismo judío necesitaba renovarse, y la Provenza ofrecía el escenario exacto para esa regeneración: un cruce de lenguas, de migraciones, de tensiones, pero también de preguntas compartidas.


En estas tierras se encontraban también los Templarios, custodios de rutas y fortalezas, y las cofradías de constructores que levantaban templos y transmitían un saber donde la piedra y el símbolo formaban un mismo lenguaje. Ambas presencias aportaban al clima espiritual de la región un componente de disciplina, orden y oficio que iba más allá de la mera vida militar o artesanal. Por otra parte, los círculos sufíes y ciertos pensadores islámicos llegados indirectamente por al-Andalus dejaban en la región una huella tenue pero duradera, una forma de interioridad que resonaba, a veces sin saberlo, con las búsquedas de judíos y cristianos.


Incluso las Cortes de Amor, con su refinamiento poético, aportaban un vocabulario espiritual inesperado a quienes sabían leer más allá del juego cortesano. Todo ello formaba una trama delicada, casi invisible, donde distintas tradiciones parecían buscar, cada una a su modo, una verdad común. Una circulación de símbolos, de intuiciones y de silencios que permitía que lo profundo se expresara con ropajes muy diversos. En ese mundo permeable y fronterizo, la luz —la interior y la exterior— comenzaba a ser una pregunta compartida.


Un cabalista de esa época entendía la creación no como un acto puntual, sino como un flujo continuo. Todo cuanto existe se sostenía en esa corriente incesante, en ese descenso de claridad que iba perdiendo intensidad a medida que se alejaba de su origen. La luz era el tejido mismo del ser, y cada nivel de la realidad no era más que una modulación distinta de su brillo.


Las sefirot, en esa primera concepción todavía en gestación, no eran conceptos diferenciados ni compartimentos doctrinales. Eran cualidades de la luz divina, modos en que la irradiación primera se organizaba para hacer posible la existencia. Había destellos repentinos de intuición, expansiones de inteligencia, equilibrios armoniosos que parecían vitrales, y canales que recibían y transmitían el influjo hacia regiones más densas. En el extremo final, como luna que refleja un sol invisible, la luz tomaba forma de reino: de manifestación.


Comprender, para ellos, era ser iluminado. El estudio de la Torá, la meditación sobre los Nombres divinos, la contemplación de la obra divina… todo era una manera de acercarse a distintos grados de claridad. La experiencia del conocimiento se vivía como un ascenso, no hacia un cielo geográfico, sino hacia zonas donde la luz era más fina, menos contaminada por la mezcla de sombras que caracteriza al mundo humano.


Pero esa luz no siempre se dejaba ver. Una parte esencial del pensamiento cabalístico medieval consistía en asumir que la luz del comienzo estaba velada. El universo se presentaba como un entramado donde la claridad original aparecía a veces oculta, otras veces fragmentada, y casi siempre mezclada con su propia ausencia. Por eso el hombre tenía una tarea: reparar la luz, recoger sus chispas dispersas y devolverlas, en la medida de lo posible, a la fuente que las había emanado.


No era, sin embargo, una luz fría ni distante. En su interior había un componente que hoy llamaríamos erótico, aunque ellos no necesitaban esa palabra. La relación entre Dios y el mundo se imaginaba como una atracción permanente: la luz que desciende y el alma que asciende, una búsqueda mutua que nunca se consuma del todo, pero que da forma al movimiento mismo de la creación.


Para un cabalista del siglo XII la luz era más que un símbolo: era la sustancia que sostenía la existencia, el puente entre lo visible y lo invisible, y la confirmación silenciosa de que todo cuanto vive participa, aunque sea en un grado lejano, de una fuente que no deja de irradiarse. Y ese simple hecho, pensado con paciencia y devoción, era suficiente para sostener toda una visión del mundo.


Por ello no resulta extraño que mientras en el Occidente cristiano la luz ascendía por los vitrales de Saint-Denis y se convertía en principio cosmológico en la obra de Grosseteste, en los círculos judíos de la Provenza comenzaba a circular un pequeño tratado que iba a cambiar para siempre la mística hebrea: el Sefer ha-Bahir, el “Libro de la Claridad”. Su aparición, hacia finales del siglo XII, fue percibida casi como una irrupción. El texto atribuía a la luz un papel decisivo en la estructura de lo divino, como si la claridad fuese la primera forma en la que el Infinito se deja intuir. Allí, por primera vez, la irradiación divina y la dinámica de las sefirot adquirían un lenguaje simbólico capaz de ordenar mundos. La luz ya no era sólo una imagen bíblica: era el modo de ser de Dios y, al mismo tiempo, el tejido del que estaba hecha la creación.


En esos mismos años, mientras el Bahir ya se leía en la Provenza, la figura de Isaac el Ciego —Yitzhak Sagi Nahor— (1160-1235) se alzaba como uno de los primeros pensadores capaces de traducir esa claridad en una metafísica coherente. Su apodo, “el Muy Luminoso”, resulta casi una clave hermenéutica: para Isaac, la creación era una expansión de luz, un influjo que descendía del Infinito (Ein Sof) y se modulaba en grados hasta hacer posible la existencia. Allí, en ese núcleo germinal del pensamiento cabalístico del siglo XII, la luz ya era entendida como emanación, como respiración divina, como el tejido mismo del ser.


En este punto, la sensibilidad estética de Suger y la cosmología luminosa de Grosseteste encuentran un eco inesperado en la tradición judía: en pleno siglo XII, místicos cristianos y cabalistas empezaban a pensar el universo como un resplandor que desciende, se modula y se oculta.




Teologías de la Luz en la Edad Media. Eduardo R Callaey©


[1] Suger. (1977). El libro de Suger, abad de Sandionisio. En O. Manzi & F. Corti (Eds.), Teoría y realización del arte medieval (pp. 58–69). Buenos Aires: Tekne.

[2] Eco, Umberto (1997) Arte y belleza en la estética medieval. Barcelona: Lumen, p. 64.

 
 
 

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