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Foto del escritorEduardo R. Callaey

Ante el avance del secularismo radical

Ser tolerante con el que me tolera es muy fácil;

el problema reside en ser tolerante con el intolerante.

Raimon Panikkar



En los últimos años, un sector de creciente influencia dentro de la francmasonería se ha caracterizado por asumir posiciones secularistas cada vez más radicales. Esta cuestión permanece sin debate, aunque cada vez más miembros de diversas Grandes Logias expresan su preocupación ante esta situación.


En su artículo sobre La secularización de la cultura occidental –que sirve de prólogo a la obra de A. N. Wilson, “Los Funerales de Dios”–, Gerardo de la Concha afirma que desde la Ilustración quiso pensarse al hombre, la sociedad y la cultura, sin el referente religioso. Para de la Concha, éste era ya el anuncio de la muerte de Dios. Dice el prologuista:


Desde el racionalismo y sus manifestaciones escépticas hasta el nihilismo radical, la cultura de Occidente se vinculó al arduo proceso de secularización –que básicamente significa la eliminación de lo sagrado-religioso del vínculo social –o incluso el secularismo- el combate directo de lo religioso-, mediante las obras de pensadores y artistas. En este sentido, es correcto referirse a una secularización de la cultura occidental. […] La ausencia de lo sagrado crea un vacío absoluto que se llena con falsos sacralismos, con otros dogmas o ídolos. El racionalismo se vuelve al revés; al sacralizar al hombre abstracto o la razón, en su esencia misma se anida lo irracional. Por sus frutos se le conoce a esta ideología.[1]


Nuestra responsabilidad primaria como masones cristianos es la aceptación, lisa y llana, de que los sectores francmasónicos que adhieren al ateísmo han sido y son una herramienta activa –de vanguardia diría yo– del secularismo, es decir, del combate directo de lo religioso, que en el ámbito de nuestra sociedad debe leerse como el combate directo al cristianismo. Mientras no llevemos a cabo un exhaustivo análisis histórico del vínculo entre secularismo, ateísmo y masonería en las primeras décadas del siglo XIX –y seamos valientes al asumir su costo– nos mantendremos en una indefinición respecto de las responsabilidades de la masonería en torno a los acontecimientos políticos en Europa y América.


Según Ferrer Benimeli, en los primeros años del siglo XIX el enfrentamiento Iglesia – masonería, se vio afectado por las consecuencias interpretativas de la Revolución Francesa y por el nacimiento del famoso mito del complot masónico revolucionario. A partir de estos años –afirma Benimeli- la masonería latina europea fue erróneamente identificada con los Iluminados de Babiera, los jacobinos, los carbonarios y otros por el estilo.[2] Durante muchos años se sostuvo que la identificación entre masones e iluminados era una excusa de los católicos ultramontanos para la condena en masa de los masones. Pero la realidad –pese a los esfuerzos de Benimeli de exculpar a los masones– es que los iluminados infiltrados en la francmasonería (tal como pudo verse en el Convento de Wilhelmsbad) liquidaron la masonería cristiana durante la revolución y, a partir de allí, fueron vanguardia en todo el movimiento revolucionario europeo.[3]


Estas acciones de los Iluminados de Baviera fueron la causa de los más de 2.000 documentos promulgados por León XII (1823-1829) y por Pío VIII (1829-1830) contra los masones, identificándolos como sociedades clandestinas cuyo fin era conspirar en detrimento de la Iglesia y de los poderes del Estado. El combate se exacerbó en 1836, cuando el Papa Gregorio XVI (1831-1846) identificó a la libertad de conciencia como enemiga de la Iglesia y al liberalismo como prohijado por el demonio. Para algunos, este fue el momento en el que la Iglesia se identificó con una causa secular: La de los conservadores ultramontanos, y entró en el terreno peligroso de querer combatir frontalmente las libertades de la modernidad, lo que marcó a la Iglesia como parte del Antiguo Régimen. Sin dudas fue un momento desgraciado en el que la Iglesia equivocó el rumbo.


Apenas una década después tendría lugar en Francia la revolución liberal de 1848, cuya influencia se extendería por Europa y arrasaría con los Estados Pontificios. Para ese entonces, los masones se encontraban al frente de la lucha contra el Trono y el Altar y en nuestros países de América Latina los masones cristianos eran una verdadera rareza y una especie en extinción.


Aceptémoslo de una vez: Los movimientos radicales seculares que actualmente controlan el corazón de numerosas Grandes Logias nunca dejará de combatirnos porque han sido y son una herramienta del secularismo duro, expresado como la más violenta versión de la secularidad. En el siglo XIX, los racionalistas anunciaron que asistíamos a los funerales de Dios y lo dieron por muerto. Nuestros Hermanos ateos estaban -y están- entre los que organizaron el entierro.


¿Cuál es nuestro lugar en esta batalla? No me consuela ni me conforma la definición caballeresca de la lucha interior, que la reconozco como un anhelo espiritual; pero la caballería como tal no ha sido concebida fuera de la sociedad ni de la polis. El caballero no es un ser aislado. No es un monje cartujo. Su destino está ligado al de la sociedad que integra. Por eso adhiero a Panikkar: Sin política no hay Salvación.


Intento responderme a mí mismo esta pregunta e intento al mismo tiempo encontrar una respuesta en mis hermanos masones cristianos. ¿Cuál es nuestro lugar en la batalla? ¿No habrá llegado la hora de planteos más profundos? ¿No deberíamos diferenciarnos –de manera activa– del ateísmo militante que se expresa en el seno de muchas Grandes Logias? El cristianismo está en una encrucijada; una situación inédita en la que los cambios son más radicales que los que tuvo que superar el hombre del Renacimiento. El resultado de aquel tembladeral fue, sin duda alguna, la Reforma. Pero aquello, en todo caso, era un debate entre cristianos. Lo que ahora se plantea es claramente peligroso, porque se pretende abrir el debate a corrientes contraculturales que buscan la aniquilación de toda expresión religiosa. ¿Asistiremos a esta crisis sin plantar bandera?


Al respecto recuerdo un artículo del padre Víctor Codina s.j. titulado “Desaprender, una tarea cristiana urgente” cuya lectura recomiendo. En resumen, el padre Cordina dice que no podemos encerrarnos en un pasado superado sino abrirnos a la novedad del Espíritu y discernir los signos de los tiempos. Para ello hemos de comenzar por “aprender a desaprender” muchas cosas. Así podremos reaprender la novedad del Espíritu. Por supuesto que, lo que hay que desaprender, desde el punto de vista del citado padre, es prácticamente todo el catecismo. En artículos anteriores he hablado de la crisis de los meta relatos, propia de la posmodernidad. Estamos asistiendo a la destrucción sistemática de nuestra historia –nuestro meta relato judeocristiano–, pues nuestra historia está anclada al cristianismo que se combate. Careceremos de historia en poco tiempo más.


Thomas Berry afirmaba que es todo una cuestión de historia. Justo ahora estamos en problemas –decía- porque no tenemos una buena historia. Estamos en medio de historias. La vieja historia, el relato de cómo encajamos en él, ya no es eficaz. Sin embargo, no hemos aprendido la nueva historia. Berry afirmaba que el universo es una comunión de sujetos, no una colección de objetos. Pocos lo han comprendido. Pero este teólogo, profesor de la Universidad Católica de los Estados Unidos, profundamente influido por Teilhard de Chardin, creía que aquello que nos condujo hasta aquí, bien podía merecer nuestra confianza y nuestra Fe.


En efecto, el padre Berry creía que el estado de ánimo básico del futuro bien podría ser uno de confianza en la continua revelación que tiene lugar, en y a través de la Tierra. Si la dinámica del Universo formó desde el principio el curso de los cielos, encendió el sol, y formó la Tierra, si este mismo dinamismo dio a luz los continentes y los mares y la atmósfera, si despertó la vida de la célula primordial y luego trajo a la existencia la variedad sin número de seres vivos, y finalmente nos llevó a ser y nos ha guiado de forma segura a través de siglos turbulentos, hay razón para creer que este proceso que nos ha orientado sea precisamente el que nos ha despertado a la actual comprensión de nosotros mismos y a nuestra relación con este proceso estupendo. Sensibilizados por esta guía proveniente de la propia estructura y funcionamiento del Universo, podemos tener confianza en el futuro que le espera a la aventura humana. La pregunta ahora es, a nosotros, masones creyentes ¿Qué nos condujo hasta aquí? dice Wilson:


Tal vez sólo quienes han conocido la paz de Dios, que rebasa cualquier comprensión, pueden tener una idea de lo que se perdió hace cien o ciento cincuenta años, cuando en Europa Occidental la raza humana empezó a desechar el cristianismo. La pérdida no fue sólo un cambio intelectual, el desecho de una proposición a favor de otra. En realidad, a pesar de que quienes perdieron la fe ofrecieron muchas justificaciones intelectuales, parece que en muchos casos el proceso fue una conversión tanto emocional como religiosa y, con frecuencia, sus raíces fueron de igual manera irracionales. [4]


En efecto, tanto es cierto lo que afirma Wilson que cuando vemos las movilizaciones violentas en contra de cualquier presencia religiosa en el seno de la polis, estamos frente a berkersers poseídos, ministros de una nueva secta que viene a reemplazar a otra. Panikkar afirma que un estado secular no puede satisfacer más que a aquellos para los que la secularidad política se convierte, como en occidente, en una nueva religión. Y advierte: Hay que encontrar una nueva fórmula si se quiere evitar que una religión sea dominada por otra. [5]

[1] Wilson, A. N. Los Funerales de Dios (México, Océano, 2006) p. 16.

[2] Ferrer Benimeli, José Antonio; La Iglesia Católica y la Masonería, Visión Histórica en Masonería y Religión: Convergencias, oposición ¿Incompatibilidad? (Madrid, Editorial Complutense, 1996) p. 190 y ss.

[3] Callaey, E. El Mito de la Revolución Masónica (Madrid, Nowtilus, 2007).

[4] Wilson, Ob. cit. p. 28.

[5] Panikkar, R., El Espíritu de la política, (Barcelona, Península, 2008) p. 57

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