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Bernardo de Tremelay y el sitio de Ascalón

  • Foto del escritor: Eduardo R. Callaey
    Eduardo R. Callaey
  • 23 mar
  • 12 Min. de lectura

Actualizado: 24 mar


Un hito electrizante en la historia del Temple



Capitulación de Ascalón ante el ejército de Balduino III

En fecha reciente publiqué un artículo en el que abordé los desafíos que debió afrontar la Orden del Temple durante el conflicto entre la reina Melisenda de Jerusalén y su hijo Balduino III, una disputa que, entre otras consecuencias, dificultó la elección de André de Montbard como Gran Maestre de la Orden. Hacia el final del texto mencioné la heroica muerte de Bernardo de Tremelay, de quien Montbard sería sucesor, pero omití describir las circunstancias que lo convierten en una figura digna de homenaje.

Creo que esta omisión debe ser reparada, pues las acciones de Bernardo de Tremelay durante el sitio de Ascalón, llevado a cabo por los cruzados en 1153, han sido objeto de interpretaciones que, a mi juicio, además de injustas, constituyen una mancha en la memoria de uno de los guerreros más audaces que tuvo el Temple. Al igual que ocurre con Gerard de Ridefort, se ha querido ver en las audacias de Tremelay intenciones non sanctas, particularmente desde la lectura de ciertos historiadores que han reproducido sin mayor crítica la versión de Guillermo de Tiro, siempre dispuesto a desprestigiar a la Orden. Es por ello que, a continuación, explico el contexto de aquella batalla y de las controversias suscitadas en torno a la muerte de Tremelay. Estos fragmentos forman parte del estudio contenido en "Templarios: Religión, guerra y política en Tierra Santa", publicado en enero pasado en España, por la editorial Nowtilus.


Bernardo de Tremelay (1149–1153).


1-  El ascenso de Nur ad-Din, el nuevo caudillo del islam.


Nos encontramos en 1149. El Gran Maestre Everardo de Barrès, tercero de la Orden desde su fundación, había renunciado luego del fracaso de la Segunda Cruzada, tal vez por presión del propio san Bernardo, el gran promotor de la fallida expedición.


El Gran Capítulo del Temple espero un tiempo prudencial antes de aceptar que la dimisión de Everardo de Barrès no tendría vuelta atrás. Durante algunos meses la orden estuvo gobernada de manera interina por un tal Hughes del que poco y nada se sabe. En realidad, había más que un motivo para dilatar la elección. Por un lado, el consejo de la Orden mantenía la esperanza de que Everardo de Barrès revisara su decisión. Por el otro, la elección se complicaba como consecuencia del particular momento político que se vivía en el reino a raíz del enfrentamiento abierto entre Balduino III y su madre, la reina Melisenda. El candidato natural para suceder a de Barrès era André de Montbard, Senescal de la Orden, uno de los nueve fundadores que, además de tío de san Bernardo, había sido la pieza clave durante el mandato de Roberto de Craon en el proceso que había culminado con la promulgación de la bula Omne datum optimum por parte de Inocencio III. El problema era que André había actuado muy cerca de la reina Melisenda cuando todo indicaba que la partida la terminaría ganando su hijo Balduino III.[1] 


Conviene repasar las características de este conflicto entre madre e hijo. Como se recordará, Melisenda, nacida en 1105, era hija de Balduino II de Jerusalén y Morfia de Melitene. Al no haber tenido hijos varones, Balduino había encomendado a Hugo de Payens la delicada misión de ofrecer a Fulco de Anjou casarse con Melisenda y convertirse en rey de Jerusalén. Al morir Fulco, en 1143, Melisenda continuó al frente del reino como regente, dado que el hijo de ambos, Balduino III, aún era menor de edad. Melisenda fue una soberana competente, con una habilidad notable para la administración y la diplomacia. Sin embargo, su determinación de mantener el control incluso después de que Balduino alcanzara la mayoría de edad llevó a tensiones significativas entre madre e hijo.


El punto de inflexión se produjo a principios de la década de 1150, cuando Balduino III, ya mayor de edad, comenzó a demandar más autonomía y control sobre el gobierno. El enfrentamiento entre Melisenda y su hijo se intensificó hasta llegar a un punto crítico en 1152, cuando se desató un conflicto abierto por el control del reino. Como se comprenderá, no resultaba lo más prudente para el Temple elegir un nuevo gran maestre que estuviese comprometido con una de las partes en un momento tan álgido. Hasta entonces los grandes capítulos electorales se habían decantado por personajes de notoria trayectoria: Roberto de Craón era Senescal de la Orden al momento de su elección; Everardo de Barrès era el preceptor de Francia, la principal provincia de la Orden a este lado del mar. Todo estaba dado para que André de Montbard, que ocupaba el cargo de senescal al momento de la dimisión de de Barrès, fuera electo como líder de la Orden.[2]


Lo cierto es que el Temple no podía permanecer acéfalo. Muerto Zengi en 1146 un nuevo líder, su hijo Nur ad-Din, amenazaba al reino con una contra cruzada. Luego del desastre de Damasco, la Orden comenzaba a recuperar su capacidad militar gracias a los refuerzos llegados desde Europa y debía prepararse para la guerra en ciernes. La elección recayó, finalmente, en Bernardo de Tremelay, “un hombre nuevo, a quien el rey no tenía nada que reprochar”. Montbar, mientras tanto, seguiría siendo el Senescal.[3] 


En efecto, derrotada la coalición cristiana, Nur ad-Din emergió como el líder más destacado de las contra cruzadas islámicas antes del ascenso de Saladino, que sería su protegido. Nacido en 1118, y siendo el segundo hijo de Zengi, Nur ad-Din asumió el gobierno de Alepo poco después del asesinato de su padre en 1146. Desde entonces y hasta su fallecimiento en 1174, unificó gran parte del Oriente Próximo islámico en la lucha contra los invasores francos, estableciendo las bases políticas, militares y culturales que Saladino continuaría desarrollando. Como segundo hijo, no heredó las provincias centrales del reino de su padre, que fueron para su hermano mayor, Saif al-Din Ghazi I, sino que lideró las provincias occidentales de reciente conquista, las cuales eran más pequeñas, menos ricas en recursos y estaban en una posición más vulnerable. Incluso Alepo, la principal ciudad bajo su mando, estaba peligrosamente próxima a la frontera cristiana, lo que significaba que Nur ad-Din asumía la mayor parte de la responsabilidad en la defensa contra los invasores.[4] 


El mapa nos permite dimensionar la explosiva expansión territorial del islam en el Oriente Próximo, a partir de la muerte de Zengi en 1145, y bajo el liderazgo de Nur al-Din Zengi hasta 1174
El mapa nos permite dimensionar la explosiva expansión territorial del islam en el Oriente Próximo, a partir de la muerte de Zengi en 1145, y bajo el liderazgo de Nur al-Din Zengi hasta 1174

Aprovechando el momento de confusión de los cristianos –distraídos con las consecuencias del conflicto entre Melisenda y Balduino– asoló el norte y tomó desprevenido al ejército de Raimundo de Antioquía, que fue decapitado en medio de una masacre. Derrotó a Jocelyn de Edesa, y le quemó los ojos para luego dejarlo pudrir en una mazmorra.[5] Sin dar respiro al enemigo puso sitio a Antioquía en donde el único líder que quedaba era el patriarca Aimery, que inmediatamente se hizo cargo de la ciudad, pero la situación era desesperante. Aimery envió emisarios al rey Balduino III, pero era imposible que Jerusalén reuniera un ejército de apoyo en tan poco tiempo. Ocurrió entonces uno de esos momentos en que el Temple se convertía en un factor desequilibrante, demostrando que era la única fuerza disponible capaz de reaccionar a la velocidad que los acontecimientos requerían. El rey no dudó en recurrir a los caballeros de la cruz patada. En pocas horas una partida salió rumbo a Antioquía, reforzada por un contingente de hermanos que había venido de Francia con la segunda cruzada, probablemente lo que quedaba de los hombres de Everardo de Barrès.[6]


Batalla de Edesa en 1146, según Richard de Montbaston (1337), Bibliothèque Nationale de France
Batalla de Edesa en 1146, según Richard de Montbaston (1337), Bibliothèque Nationale de France

De camino hacia el norte otros caballeros se unieron a la tropa templaria poniéndose bajo el mando del maestre Bernardo de Tremelay. Cuando Nur ad-Din vio acercarse aquel ejército propuso de inmediato una tregua y levantó el sitio. Esta experiencia convenció al rey Balduino III de que la Orden del Temple era el brazo militar al que debía cuidar y fortalecer, proveyéndola de lo que necesitara.


Con el norte momentáneamente pacificado, el rey decidió que había llegado la hora de volver los ojos a Egipto y asegurar el flanco occidental de Jerusalén. Entregó a los templarios la fortaleza de Gaza, que estaba destruida, y cuyo emplazamiento era estratégico si quería llevar a cabo sus planes contra los califas chiitas de El Cairo. Guillermo de Tiro, que como hemos visto no tenía demasiada simpatía por los templarios escribió:


Los cristianos advirtieron que no sería favorable reconstruir toda la ciudad y por otra parte que no tendrían fuerzas ni tiempo. Tomaron entonces la porción que estaba sobre la colina y habiendo establecido los cimientos de profundidad conveniente, construyeron una hermosa muralla, y torres. Sus trabajos se terminaron feliz y prontamente con la ayuda del Señor. Terminados los trabajos y quedando los mismos bien protegidos en toda a sus partes, resolvieron de común acuerdo, colocar la ciudad bajo la custodia de los hermanos del Templo y concederle a perpetuidad tanto la ciudad como la región que la rodea. Los hermanos, hombres fuertes y valientes en los combates, han conservado hasta hoy esa custodia con tanta fidelidad como habilidad. Frecuentemente han asolado Ascalón mediante ataques abiertos o emboscadas secretas (...).[7]


Justamente en Ascalón se escribiría una de las páginas más electrizantes –y difíciles de explicar– en la historia militar de la Orden.

 

2.- De Tremelay: ¿Un exceso de arrojo a un relato tergiversado?


Balduino III llevó a su ejército ante sus murallas en 1153. Quería lograr la hazaña que no había podido concluir Godofredo de Bouillón. La ciudad estaba fuertemente fortificada por murallas y torres por lo que hubo de concentrar una gran cantidad de máquinas de guerra que fueron traídas de todos los rincones del reino. Resuelto a derrotar a los fatimíes, el rey pidió al Patriarca de Jerusalén que fuese llevada la Vera Cruz para que Dios asegurara la victoria. Durante meses las piedras disparadas por los trabuquetes taladraron las murallas, pero nada parecía hacerles mella. Los ingenieros cristianos decidieron construir una torre que superara en altura a las defensas, de modo que se pudiese atacar con flechas desde un ángulo favorable. Ante esta situación los egipcios, encerrados en el perímetro amurallado, no tenían más remedio que soportar el asedio. Pero una noche un grupo de egipcios salió subrepticiamente de la guarnición y logró prender fuego a la torre mientras los cristianos dormían. Al estar hecha íntegramente de madera, esta ardió de inmediato provocando una llama colosal, pero los egipcios no calcularon que la torre podía inclinarse hacia la propia muralla y caer sobre ella, cosa que finalmente sucedió a la madrugada. Tan grande era el peso de aquel ingenio que, al caer, demolió parte del muro de defensa.


A partir de aquí la situación se vuelve confusa y ha sido objeto de diversas controversias. Según relata Guillermo de Tiro, al ver la brecha abierta, Tremelay tomo su espada y, al frente de cuarenta templarios, se abalanzó contra los egipcios que la defendían, logrando penetrar la defensa de la ciudad. Así lo relata Runciman:


Los templarios que guarnecían el sector decidieron que ellos solos debían llevarse las palmas de la victoria. Mientras algunos de sus hombres se dispusieron a impedir la aproximación de otros cristianos, cuarenta de los caballeros entraron en la ciudad. La guarnición creyó al principio que todo estaba perdido, pero después, viendo que los templarios eran pocos, los cercaron y los mataron. La brecha quedó rápidamente reparada, y los cadáveres de los templarios fueron expuestos desde las murallas.[8] 


Esta versión ha sido recogida y repetida por muchos historiadores que han tomado al pie de la letra el relato de Guillermo de Tiro. Si hemos de creerle –sabemos que no daba puntada sin hilo con tal de hablar mal de los templarios– deberíamos dar por cierto que Bernardo de Tremelay, junto con sus cuarenta caballeros, se adelantó al resto para quedarse con el botín porque “cuando una fortaleza era capturada –dice el arzobispo de Tiro–, quien entraba en ella podía ganar para él y sus herederos todo aquello que cogiera al enemigo.”


M. L. Bulst-Thiele sugiere que Bernardo de Tremelay, “un caballero originario del Franco Condado y de quien se sabía poco dentro de la Orden del Temple”, provenía de la guarnición en Gaza. Según entiende esta erudita alemana, esa posición estratégica facilitaba a los templarios interceptar las caravanas musulmanas que viajaban de Siria a Egipto, convirtiéndolas en blancos fáciles para el saqueo, actividad que pudo haberse vuelto atractiva para ellos.[9]


A nuestro juicio, estas versiones se caen solas, por varias razones. La primera es que el propio Guillermo de Tiro admite en sus crónicas que en Ascalón había riquezas para todo el mundo, y eso, los templarios, lo tenían claro. Luego, siendo los soldados más experimentados de Medio Oriente ¿creerían acaso que una ciudad del tamaño de Ascalón podía ser tomada tan solo por cuarenta caballeros? Definitivamente no. En el Itinerarium Peregrinorum et Gesta Regis Ricardi se describe a Ascalón con precisión, incluyendo su muralla compuesta por cincuenta y tres grandes torres además de otras más pequeñas.[10] Helen Nicholson señala otras dos fuentes, originarias de los Países Bajos, una de ellas basada en un relato de un testigo directo del asedio de Ascalón. De acuerdo con estas dos crónicas Bernardo de Tremelay junto con sus tropas logró ingresar a la ciudad tras abrir una brecha. Avanzaron hacia el centro de esta y se fortificaron para resistir. No obstante, enfrentaron dificultades debido a las angostas calles y las altas murallas, y la falta de apoyo de otras fuerzas cristianas, que no les siguieron ni entraron en la ciudad tras ellos. Eventualmente, fueron cercados y vencidos por los defensores, y sus cuerpos, decapitados, exhibidos en las murallas de la ciudad.  Ningún jefe cristiano se atrevió a confesar que nadie se había atrevido a ir detrás de Tremalay, dejándolo solo en la estacada. Tres días después, los cristianos organizaron un nuevo ataque y lograron conquistar la ciudad.


Balduino estuvo a punto de claudicar, como si la maldición de Godofredo lo hubiese desahuciado, pero una flota de veinte galeras cristianas había llegado para impedir que los egipcios pudieran ser abastecidos desde el mar. El maestre de los Hospitalarios, junto con André de Montbard –que en su condición de Senescal del Temple había reemplazado al maestre de Tremelay–, y el Patriarca de Jerusalén convencieron al rey de concluir la faena. Los egipcios, muertos de hambre, terminaron entregando la plaza. Terminada aquella sangrienta batalla, André de Montbard, el veterano compañero de Hugo de Payens, sobreviviente de la generación fundadora, que por fin había demostrado al rey su lealtad y su valía, fue electo Gran Maestre para júbilo de todos los hermanos. Pocos días después, su tío y padrino de la Temple, san Bernardo, moría en la abadía de Claraval.


Finalmente, cabría preguntarse si en vez de ser un ignoto caballero del Franco Condado –como Tremelay– el Gran Maestre que atravesó valerosamente esa brecha hubiese sido un noble de renombre –como hubiera sido el caso de sus predecesores Roberto de Craon o Everardo de Barrès –, Guillermo de Tiro se habría atrevido a describirlo como el jefe de una banda de saqueadores. Es esclarecedor recurrir a Christopher Tyerman en este contexto, quien, al redactar la introducción de su obra “Las Guerras de Dios”, nos hace conscientes de las restricciones inherentes a la historiografía del siglo XII en relación con las primeras cruzadas. Esta perspectiva, que es perfectamente aplicable al caso que nos ocupa, describe dicha historiografía como “excepcionalmente limitada”, una que posiblemente pueda, o quizás no, desvelar aquello que era más significativo en aquel entonces. Por ende, cualquier interpretación contemporánea podría considerarse, en cierta medida, un esfuerzo conjetural. En todo caso, el sesgo negativo del arzobispo de Tiro respecto del Temple nos habla claramente del sordo conflicto que ya en el siglo XII mantenía la Orden del Temple con el clero secular de cuya férula se había liberado gracias a las bulas papales a las que ya nos hemos referido. Un similar intento de ensuciar la memoria de un jefe templario lo veremos más adelante cuando hablemos de Gerard de Ridefort y el famoso incidente de la Fuente de Cressons.


[1] Demurger, Alain (1986) Auge y caída de los templarios. Barcelona: Martinez Roca, pp. 116,117.

[2] En efecto, el desenlace de este conflicto se inclinó a favor de Balduino III, quien logró consolidar su autoridad sobre el reino tras un acuerdo que dividió el reino en dos distritos administrativos. Melisenda recibió el control de Jerusalén y sus alrededores, mientras que Balduino gobernaba el resto del reino. Este arreglo, sin embargo, no duró mucho, ya que Balduino logró eventualmente unificar nuevamente el reino bajo su liderazgo exclusivo. Melisenda, por su parte, se retiró gradualmente de la vida política, aunque mantuvo cierta influencia y respeto hasta su muerte en 1161.

[3] Demurger. Auge y caída de los Templarios, ob. cit., p. 117

[4] Nicolle. Desastre en Damasco, ob. cit., p. 22.

[5] A pesar de que Edesa había caído en manos de los musulmanes en 1144, Jocelyn heredó el título de su padre en 1159. Capturado en 1164 permaneció en cautividad hasta 1176 cuando su hermana Inés de Courtenay pagó un rescate de 50.000 dinares.

[6]Es difícil establecer cuántos templarios podían reunirse en batalla en el Reino Latino de Jerusalén. La mayoría de los historiadores habla de 300 caballeros, el mismo número que podían reunir los hospitalarios. Se trataba de un número realmente importante si se tiene en cuenta que, para la época, el costo de un caballero, sus armas y sus auxiliares, equivalían a lo que actualmente es un tanque de guerra.

[7]Guillermo de Tiro, ob. cit.  Libro XVII p. 26-27

[8] Runciman, Steven (1957) Historia de las cruzadas, Vol. I. Madrid: Revista de Occidente, pp. 323-324.

[9] Bulst-Thiele es autora de un enjundioso trabajo sobre los Grandes Maestres del Temple, Sacrae Domus Militiae Templi Hierosolymitani Magistri, Untersuchungen zur Geschichte des Templerordens 1118/19-1314 cuya última edición en alemán data de 1974. Es citada por Demurger en Auge y caída de los templarios, ob. cit. p. 116-117.

[10] Nicholson, Helen (1997) Chronicle of the Third Crusade A Translation of the

Itinerarium Peregrinorum et Gesta Regis Ricardi. New York: Ashgate Publishing, pp. 288-289

 

 
 
 

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