top of page
  • Foto del escritorEduardo R. Callaey

El Concilio de Troyes y la Institucionalización del Temple

Actualizado: 23 may 2021

Éste es, vuelvo a decir, el nuevo género de milicia no conocido en siglos pasados;

en el cual se dan a un mismo tiempo dos combates con un valor invencible:

contra la carne y la sangre y contra los espíritus de la malicia

que están esparcidos por el aire.


San Bernardo


Seminario sobre Historia de la Orden del Temple, Tercera Parte.©


Por Eduardo R. Callaey


1.- El Concilio de Troyes


Desde fines del siglo X la Iglesia había iniciado un proceso pro paz para tratar de detener los abusos de los señores feudales sobre el campesinado. Estas exacciones se sumaban a la presión fiscal provocada por un estado de guerra permanente entre los grandes príncipes. Los obispos y abades se reunieron en varios concilios regionales durante el siglo X con el fin de condenar estos excesos de la nobleza y tratar de moralizar su conducta. Este movimiento fue de gran importancia porque condujo a la definición de los derechos y deberes de las tres órdenes feudales y estableció los fundamentos de la sociedad medieval.


Desde el sínodo de Charroux (c. 989) en adelante, se dictaron normas que prohibían hacer la guerra durante ciertas épocas del año y atacar a los miembros de ciertos grupos sociales, entre ellos los de los peregrinos y viajeros. Además, en el Concilio de Roma del año 1059 el papa Nicolás II adoptó la política de proteger, tanto las personas como las posesiones de los viajeros –especialmente los peregrinos que iban a los lugares sagrados– como una obligación del papado.[1] Ahora, con la formación de la Orden del Temple, se planteaba algo novedoso como lo era la combinación de monje y soldado.


Durante la temprana Edad Media, cuando se hablaba de “Caballero de Cristo” –milites Christi– se hacía referencia, por lo general, a un monje de las órdenes religiosas que combatían el mal mediante la plegaria y la misa, y es en este sentido como lo usa la Regla de San Benito. Se trataba de un combate espiritual, no de un combate en batalla a sangre y acero. Pero esto comenzó a modificarse durante el pontificado de Gregorio VII. Desatada la Querella de las Investiduras el término adquirió un nuevo significado. Para Gregorio, la guerra entre cristianos en los campos de batalla era una desgracia. En su concepción del mundo la verdadera milita Christi eran esos seglares que estaban dispuestos a defender los intereses de la Iglesia tomando las armas. Hasta aquel entonces –señala Upton- Ward, “los seglares solo podían aspirar a la absolución de sus pecados siendo fundadores o benefactores de una orden monástica, o tomando los hábitos. A partir de aquel momento los seglares dispusieron de un nuevo medio de salvación.”.[1] Ese medio era el de combatir para la Iglesia.

Nos encontramos en un proceso en el cual la idea del ser un soldado de Cristo ya no implica solamente el combate del mal en una lucha espiritual sino también la defensa de la Iglesia. Este proceso forma parte de la reforma gregoriana a la que nos hemos referido anteriormente. Alain Demuger firma que:


La reforma gregoriana puso en marcha un ambicioso programa de cristianización de la sociedad. La primera fase tendió a moralizar la Iglesia (lucha contra la simonía y el concubinato de los sacerdotes), a clericalizar las ordenes monacales (fue la obra de Cluny). Libero al clero de la tutela de los laicos, izándolo muy por encima de estos. En un segundo tiempo, los gregorianos desearon extender a los laicos la reforma moral, ofreciéndoles por ejemplo, un modelo de santidad: el caballero de Cristo. Fiel a este proyecto, el Cister supo inculcar la idea fundamental de que no hay salvación sin una conversión anterior, sea cual sea el orden de la sociedad al que se pertenezca y la función que se ejerza por la voluntad del Creador. San Bernardo era lo bastante sensible a las realidades de la sociedad de su época para no exigir de todos que siguieran su mismo camino. Exploró otras vías hacia la salvación entre ellas la elegida por los templarios Su comprensión y su ayuda será particularmente útil y eficaz durante la verdadera crisis de conciencia que agita a la milicia en el momento -un poco antes un poco después– del concilio de Troyes.[2]


¿A qué crisis de conciencia se refiere Demurger? La Orden había sido fundada en 1118, pero no parece haber despertado demasiado interés en los primeros años. No se conoce que haya reclutado nuevos miembros (salvo el caso, ya mencionado, del conde de Champaña), aunque seguramente incorporó auxiliares para que apoyaran la pequeña estructura de la que disponían. Guillermo de Tiro menciona que cuando fue convocado el Concilio de Troyes en 1129, el número de templarios era sólo nueve, la misma cantidad que es señalada al momento de su fundación. Este dato coincide con lo escrito por el cronista Fulco de Chartres, que vivió y escribió en Jerusalén hasta alrededor del año 1127. Resulta lógico pensar que el grupo atravesase una etapa de frustración respecto de su crecimiento.


Sin embargo sabemos que en ese lapso de tiempo contaron con el apoyo de hombres muy poderosos, comenzando por el rey Balduino II y el patriarca de Jerusalén, quienes les proporcionaron beneficios suficientes para alimentar, vestir y mantener a sus miembros. Pero también contaron con el apoyo de Fulco, conde de Anjou –futuro rey de Jerusalén– y de Hugo, conde de Champaña. Aunque haya sido Hugo quien pidió a Bernardo de Claraval que apoyara a Hugo de Payen y sus camaradas, también había un particular interés del rey en que la Orden fuese apoyada por el Císter. Balduino II le envía una carta a san Bernardo en los siguientes términos:


Los hermanos templarios, a los que Dios inspiró la defensa de esta provincia y protege de una manera notable, desean obtener la confirmación apostólica así como una Regla de conducta. A este fin hemos enviado a André y a Gondemarc, ilustres por sus hazañas guerreras y la nobleza de su sangre, para que soliciten del Soberano Pontífice la aprobación de su Orden y se esfuercen por obtener de él subsidios y ayudas contra los enemigos de la fe, coligados para suplantarnos y acabar con nuestro reino. Sabiendo perfectamente qué peso puede tener vuestra intercesión tanto ante Dios como ante su vicario y los demás príncipes de Europa, confiamos a vuestra prudencia esta doble misión cuyo éxito nos será sumamente grato. Fundad las constituciones de los templarios de suerte que no se alejen del fragor y de los tumultos de la guerra y que sigan siendo los útiles auxiliares de los príncipes cristianos... Hacedlo de modo que podamos, si Dios quiere, ver pronto el feliz desenlace de este asunto. Dirigid por nosotros vuestras plegarias a Dios. Que Dios os tenga en su Santa Guarda.


2.- La Regla Primitiva


Hugo de Payen regresó a Occidente en 1127, acompañado de otros cinco templarios: Godofredo de Saint-Omer, Payen de Montdidier, Archimbaldo de Saint-Amand, Godofredo Bisol y Rolando. Su misión parece haber estado enmarcada en tres objetivos: a) Hacer que la Iglesia de Occidente confirme la Regla de la Orden, b) dar a conocer la Orden, y c) reclutar adeptos. Probablemente, en sentido más amplio, también buscase sumar combatientes para el ejército de Balduino II que, de hecho, como veremos, había encomendado a Hugo una delicada misión.


Antes de dirigirse a Champaña tuvo un encuentro en Roma con el papa Honorio II, que sentía un especial interés por el Temple. Es probable que ambos discutieran el alcance de la Regla que se pretendía aprobar y que se conversara acerca de la necesidad de comprometer una nueva campaña que fuera en apoyo del reino de Jerusalén.[3]

Hugo de Payen llegó a Troyes en enero de 1128. El concilio tuvo lugar en la capital del conde Teobaldo, que era sobrino y heredero de Hugo de Champaña. Pese a lo mucho que se ha discutido acerca de la naturaleza de este concilio, lo cierto es que se trató de uno más entre otros muchos que se realizaron para esa época en Francia: Bourges, Chartres, Clermont, Beauvais, Vienne, en 1125, Nantes en 1127, Troyes y Arras en 1128, después Châlons-sur-Marne, Paris, de nuevo Clermont y Reims. La mayoría de estos concilios provinciales estaban relacionados con la reorganización de la Iglesia luego de finalizada la “Querella de las Investiduras” y el avance de la reforma gregoriana. San Bernardo se encontraba a la cabeza de esta corriente reformista, que se había iniciado en Cluny, pero que ahora tenía su epicentro en Cister.

Pese a ello, no deja de llamar la atención que la creación de una Orden haya necesitado de la reunión de un concilio, pues como bien lo señala Louis Charpentier, no existen antecedentes de tal cosa. También resulta notorio el interés de san Bernardo de darle al concilio un marco extraordinario. En su exhortación a Teobaldo –que actuará como dueño de casa– le dice: “Dignaos mostraros lleno de diligencia y de sumisión hacia el legado [papal], en reconocimiento de que haya escogido vuestra capital para realizar un gran concilio y dad vuestro apoyo y vuestro consentimiento a las medidas y resoluciones que aquél juzgue conveniente tomar en interés del bien”[4]


El mismo prólogo de la Regla del Temple expone la importancia de los participantes: El cardenal Mateo de Albano, legado del papa en Francia: los arzobispos de Reims y Sens, con sus obispos sufragáneos; varios abades entre ellos los de Vézelay, Citeaux, Claraval (se trata de san Bernardo), Pontigny, Trois Fontaines, Molesmes; algunos laicos, Teobaldo de Blois conde de Champaña, Andrés de Baudement, senescal de Champaña y el conde de Nevers –uno de los cruzados de 1095–, entre otros. La calidad y cantidad de los monjes cistercienses habla a las claras del espíritu reformista del concilio. En el transcurso del mismo, Hugo de Payen habló del deseo de constituir una Orden de monjes guerreros cuyo núcleo principal estaría formado por sus compañeros. Aquí, como en muchos otros puntos, las opiniones se dividen. Durante mucho tiempo se dio por cierto que el concilio aceptó y encargó a san Bernardo que redacte una Regla. Pero algunos autores modernos consideran que no fue una creación de San Bernardo sino, en todo caso, una adaptación a una Regla que ya existía. Judith M. Upton-Ward señala:


“La Regla Primitiva, originalmente escrita en latín, es el resultado de Las deliberaciones del concilio de Troyes, que inició sus sesiones el 13 de enero de 1129. A la hora de debatir la autoría de la Regla Primitiva, no debemos olvidar que la Orden existía desde hacía varios años y había desarrollado sus propias tradiciones y costumbres antes de que Hugo de Payens compareciera ante dicho concilio. Hasta cierto punto, pues, la Regla Primitiva está basada en prácticas existentes No obstante, estas prácticas tuvieron que ser modificadas por el concilio porque hasta ese momento los hermanos habían estado siguiendo la Regla de San Agustín. Es en estas modificaciones donde vemos la influencia que san Bernardo ejerció sobre la Regla. Los cistercienses eran benedictinos reformados y la Regla de los templarios presenta muchas similitudes con la de san Benito”.


Para Marion Melville sería falso afirmar que la Regla del Temple fue escrita por San Bernardo. Ni siquiera que sea obra únicamente del Concilio, sino que, en todo caso, esa asamblea solo tuvo que perfeccionar y probablemente transcribir las costumbres ya en uso en la Casa.[5]


3.- La Campaña de Reclutamiento y la expansión patrimonial


Finalizado el Concilio de Troyes, la primera parte de la misión de Hugo de Payen y sus hermanos estaba cumplida. Restaba ahora dar a conocer a la Orden, y conseguir caballeros que reforzaran la nueva milicia. Los seis templarios se dividieron al menos en tres grupos. El propio Hugo recorrió la Champaña –sobre todo Provins, afirma Demurger– y reclutó un número importante de nuevos adeptos. Luego se dirigió a Anjou y Maine; se cree que en Anjou llevó a cabo la delicada misión de proponerle al conde Fulco V la sucesión de la corona de Jerusalén. Como se recordará, Fulco de Anjou había estado en 1120 en la Ciudad Santa y se había alojado en el cuartel de los templarios en el Monte del Templo; incluso les había hecho una importante donación de una renta anual en libras angevinas. Balduino II no tenía descendientes varones y había visto en Fulco el candidato adecuado para asegurar su sucesión si le ofrecía en matrimonio a su hija Melisenda y este la aceptaba.



Además de ser un gran guerrero, Fulco era un hombre poderoso y controlaba enormes extensiones de tierra en Francia provenientes de sus propios feudos (Anjou y Turena) y del Maine, que había incorporado a su señorío gracias a su primer matrimonio. Pero además era vasallo de Enrique I de Inglaterra cuya hija Matilde estaba casada con su hijo Godofredo. Fulco aceptó la oferta transmitida por Hugo de Payen y tomó la cruz el día de la Ascensión de la Virgen, en 1128. Cumplida la misión, el jefe templario viaja a Poitou y Normandía, en donde se entrevistó con el rey Enrique quien lo recibió efusivamente y lo envió a Inglaterra.

No puede dejar de llamar la atención que Balduino II le encargara tan delicada misión a un hombre que, hasta ese momento y según se afirma, comandaba una pequeña fuerza de nueve hombres que actuaban como policía de camino entre el puerto de Jafa y Jerusalén. Tampoco cierra que le hubiese encomendado ver al papa Honorio para discutir acerca de los refuerzos militares que necesitaba el Reino Latino de Jerusalén. Había en Levante suficientes nobles de alta alcurnia a los que encomendar las negociaciones acerca del casamiento de la hija del rey y de la necesidad de una nueva cruzada. Salvo que Hugo de Payen ya fuese para ese entonces algo más que el jefe de un grupo dedicado a la defensa de los peregrinos.


Existe un interesante testimonio conservado en los anales de la abadía de Waverley –citado por Charpentier–, que fue la primera abadía cisterciense fundada en Inglaterra en 1128 por William Giffard, obispo de Winchester. Este testimonio demuestra que el apoyo del Císter se seguía prolongando a lo largo de toda la gira posterior al concilio de Troyes. El manuscrito citado dice lo siguiente:


Aquel año (1128) vino a Inglaterra Hugo de Payns, maestre de la milicia del templo de Jerusalén, con dos milicianos y dos clérigos y recorrió este país hasta Escocia, reclutando adeptos para llevar a Jerusalén, y muchos tomaron la cruz y este año y los siguientes se pusieron en camino hacia Jerusalén…”[6]


Pero mientras Hugo reclutaba nuevos caballeros en Inglaterra y Escocia, sus compañeros realizaban una tarea igualmente notoria: Godofredo de Saint Omer recorrió Flandes (no hay que olvidar su parentesco con el conde Esteban de Blois, uno de los líderes de la primera Cruzada); Payen de Montdidier recorrió Beauvaisis en donde recibió donaciones y se le unieron nuevos caballeros; Hugo Rigaud, un caballero que acababa de ser reclutado en el concilio de Troyes recorrió el sur de Francia y tuvo tal éxito en Provenza y el Languedoc que “se vio obligado a confiar en Raimundo Bernard, templario de nuevo cuño como él, el cuidado de ocuparse de la Península Ibérica”[7]


Finalmente, Hugo de Payen volvió a Francia con numerosos templarios y, junto a Fulco de Anjou y sus cruzados, marcharon hacia Marsella donde se embarcaron hacia Jerusalén. A partir de ese momento el número de templarios –caballeros, pajes, sargentos y auxiliares– creció exponencialmente, al igual que su patrimonio.

Resulta difícil mensurar el éxito de la campaña de Hugo de Payen y sus hermanos en Occidente. Antes de marchar hacia Jerusalén quedaron establecidas en Europa casas de la Orden –a las que luego se les dará el nombre de “Encomiendas”–, que garantizaban el reclutamiento de futuros caballeros. También se produjo un crecimiento patrimonial fulminante, fruto de las donaciones de terceros pero también de la donación de los propios bienes de los fundadores, pues la Regla impone la pobreza –es decir, la ausencia de bienes propios– para todos los miembros de la Orden.


En consecuencia Hugo cedió a la Orden sus bienes y su señorío de Payen; Godofredo de Saint-Omer hizo lo propio con su feudo en Ypres (Flandes); Payen de Montdidier entregó a la Orden su señorío de Fontaine. Otros participantes del concilio de Troyes hicieron donaciones, como es el caso del arzobispo de Sens, Enrique Sanglier, que donó dos casas, una en Coulaines y otra en Joigny. También hicieron importantes donaciones los condes Guillermo Cliton de Flandes y Thierry de Alsacia que cedieron al Temple los derechos de reconocimiento de los feudos, que eran las “tasas de mutación” que se percibían cada vez que cambiaba el titular de los mismos. Obispos como Bartolomé de Joux, titular de la sede de Laoni, y simples particulares, caballeros o no, donaron una casa, una tierra, una cantidad de dinero. El obispo de Avignon hizo donación a la Orden de la Iglesia de San Juan Bautista de Avignon, y así podría seguir la lista.


Lo cierto es que hacia 1130, año en el que Hugo de Payen regresa a Jerusalén, la Orden ya tiene importantes dominios e ingresos en las regiones de Flandes, Picardia, Champagna y Borgoña. La cuestión de la implantación de la Orden en España y Portugal merecerá un capítulo aparte, pero de lo que no hay dudas es que para la década de 1130 los templarios ya tenían caballeros en la Península Ibérica. De igual modo se produciría una inusitada cantidad de donaciones en la Provenza que, como hemos dicho, fue el resultado de la campaña llevada a cabo por el caballero Hugo Rigaud.


Otra donación de alto impacto fue la de Ramón Berenguer III, conde de Barcelona, que donó al Temple el castillo fortificado de Grañana, situado en la frontera caliente con los sarracenos. Más impactante aún fue la donación de “su propia persona” en 1130. De hecho, el conde falleció al año siguiente en la Casa de los Templarios en la Ciudad Condal. Como corolario de esta expansión patrimonial inicial diremos que en 1131, el rey de Aragón y de Navarra, Alfonso I “el Batallador”, hizo donación de su reino a las tres Órdenes Militares que combatían en Tierra Santa: El Temple, El Hospital y El Santo Sepulcro.[8] Pero, como he dicho, veremos esto con mayor detalle más adelante, pues como hemos dicho, el tema ibérico merece un capítulo aparte.


4.- De Laude novae militiae ad milites Templi y las bulas papales


Luego del concilio de Troyes, Hugo de Payns, ya convertido en el primer Maestre de la Orden del Temple, le solicitó a San Bernardo que escribiera un opúsculo que justificara la existencia de la Orden y que sirviese de inspiración para los caballeros que la integraban. Era todavía un tiempo complejo en el que el espíritu de la Orden apenas se estaba forjando. Todo indica que san Bernardo se hizo rogar, pero finalmente escribió el documento conocido como De laudae novae militiae ad milites Templi.


Se trata de un opúsculo de gran importancia, pues san Bernardo, a diferencia de la mayoría de los adherentes a la reforma gregoriana, no consideraba el uso de las armas lo más adecuado para la expansión de la Iglesia. Probablemente –como señala Demurguer– tuvo que ver la calidad de la fe de aquellos caballeros la que lo llevó a la decisión de elaborar el documento en el cual, contrariamente a lo que defendió anteriormente, hace un elogio de la guerra santa y de los monjes-guerreros.[9]De un modo u otro no debió ser fácil para San Bernardo encontrar la justificación de esta clase de guerrero, inédita en la cristiandad. Por ello no duda en calificar al Temple como una Orden de carácter extraordinario en la que sus miembros libran un doble combate: contra los pecados de la carne y la sangre y contra el espíritu de la malicia. Este doble combate es lo que se resalta, pues el hecho de que los monjes luchen contra el pecado y los vicios, y los caballeros contra los enemigos, cada uno por su parte, no tiene tanto mérito, pero sí el que ambas luchas confluyan en el mismo combatiente.[10]


El documento consta de dos partes bien diferenciadas. En la primera se define la misión del templario, se justifica la existencia del monje-guerrero y se contrasta a esta caballería de Cristo con la frivolidad de la caballería secular. Escrita en un tono apologético describe la vida del templario, su disciplina, se humildad y su castidad. La segunda parte es un recorrido por los principales bastiones y lugares sagrados de la Tierra Santa en cuyos caminos, por donde transitan los peregrinos, los templarios cumplen su misión de guardarlos de los ataques del enemigo sarraceno.


En los años siguientes –como veremos– la Orden recibió un fuerte apoyo por parte del papado, que le otorgó privilegios que acrecentarían su poder y su capacidad de acción.


5.- De la defensa de los peregrinos a la defensa del reino


A partir de 1130 un flujo creciente de caballeros recién reclutados llegó a Jerusalén. Su primer destino era la base que la Orden había organizado en el Monte del Templo, donde había suficiente espacio para albergar caballeros y caballos junto a la creciente estructura logística y de servicios que requería su atención y mantenimiento.


Mientras Hugo de Payen llevaba a cabo esfuerzos para que el papa aprobara a su Orden Templaria, a Balduino II lo apremiaban varios frentes y crecía la necesidad de encontrar combatientes en Europa que estuvieran dispuestos a tomar la Cruz e ir a defender al reino de Jerusalén. Por un lado crecía el liderazgo de un nuevo jefe musulmán, Zengi. Su padre había sido gobernador de Alepo hasta que los turcos otomanos lo asesinaron en 1094 y se hicieron con el control de la ciudad. Zengi fue criado por Kerbogha, quien era el atageb de Mosul en tiempos de la primera cruzada. Creció en fama y poder militar bajo Kerbogha y, a la muerte de este, fue nombrado atageb de Mosul en 1127 y de Alepo en 1128, uniendo las dos ciudades bajo su mando y unificando gran parte de Siria. El joven sultán selyúcida Mahmud II —a quien Zengi había apoyado contra su rival, el califa abasí Al-Mustarshid— le invistió gobernador de ambas. A partir de ese momento, con un frente musulmán unificado en Siria, se hacía imperiosa la llegada de refuerzos desde Occidente.


Pero Zengi resultó ser, además de un hábil guerrero, un astuto político. Pronto se abrió un segundo frente cuando firmó un pacto con Jocelyn de Courtenay, a quien Balduino II le había dejado el Condado de Edesa al asumir como rey de Jerusalén. A eso se sumaba una situación inestable en el principado de Antioquía a raíz de ciertos aires de independencia que mostraba Bohemundo II, sucesor de Bohemundo de Tarento. Tal como sucedería a lo largo de la historia de los principados latinos de Tierra Santa, la política comenzaba a imponerse sobre el servicio a la Cruz.


En el verano de 1131 Balduino reunió a sus principales consejeros y les anunció que pronto moriría. Les pidió que reconocieran a su hija Melisenda, a su marido Fulco de Anjou y al pequeño hijo que tenían como sus sucesores. Pasó sus últimos días entre los canónigos del Santo Sepulcro.


Al asumir el trono de Jerusalén, Fulco, ahora convertido en Fulco I de Jerusalén, se encontró son serios problemas en el norte del reino, en donde Zengi había sumado a la ciudad de Homs, afianzando su poder en Siria. Bajo este contexto es que la Orden del Temple dejó de ocuparse exclusivamente de la protección de los peregrinos y pasó a convertirse en una fuerza militar al servicio de la defensa de Tierra Santa. Poco después haría lo mismo la Orden de los Hospitalarios de San Juan (la actual Orden de Malta), que hasta ese momento solo había desarrollado una actividad hospitalaria. Era el momento de poner en marcha lo que sería la maquinaria bélica más importante del Reino Latino de Jerusalén.


[1] Upton-Ward, Loc. cit. [2] Demurger, Alain, Auge y caída de los Templarios (Martinez Roca, 1986) [3] Demurger, Ob. cit. [4] Charpentier, Louis, Ob. cit. 24 [5] Melville Ob cit p 22 [6] Charpentier, Louis, Ob. cit. [7] Demurger, Ob. cit. [8] Demurger, Ob. cit. [9] Pereyra Martínez, Carlos, San Bernardo: De Laude Novae Militia ad Milites Templi. [10] Pereyra Martínez Ob. cit. Loc. cit.

[1] Upton-Ward J. M. El Código Templario (Martinez Roca, 2000) p. 14

663 visualizaciones0 comentarios

Entradas Recientes

Ver todo
bottom of page