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El león de Judá en la heráldica feudal: memoria davídica y poder medieval

León románico esculpido en piedra, procedente de la Colegiata de San Isidoro de León, símbolo medieval de poder y soberanía.
Relieve románico de león en piedra, ejemplo de iconografía monumental previa a la heráldica formal en España; el motivo leonino evocaba autoridad, fuerza y legitimidad simbólica en el arte medieval. La imagen procede de San Isidoro de León, datada en torno a 1110. Disponibles en Wikimedia Commons y en colecciones públicas.

 

La Edad Media suele presentarse como un mundo de fronteras nítidas: cristianos por un lado, judíos por otro, musulmanes en la península ibérica y en levante; Iglesia y monarquía avanzando de la mano; legitimidades claras, bendecidas por Roma no exentas de tensiones entre el poder laico y el religioso. Sin embargo, cuando uno se acerca a los siglos altomedievales con un poco más de atención, ese cuadro comienza a resquebrajarse. Las fronteras se vuelven porosas, las identidades ambiguas y las legitimidades sorprendentemente híbridas.


En ese terreno incómodo se inscribe la tesis —discutida, resistida, pero intelectualmente estimulante— del historiador Arthur J. Zuckerman, expuesta en A Jewish Princedom in Feudal France (1972). Su hipótesis de un principado judío en Septimania bajo tutela carolingia no ha sido aceptada como verdad establecida, pero ha tenido el mérito de obligar a repensar la política de frontera, el papel de las minorías y, sobre todo, las formas tempranas de legitimación del poder.


Este artículo no busca demostrar la existencia de aquel principado. Se propone algo más modesto y, quizá, más fértil: interrogar un conjunto de coherencias simbólicas —genealógicas, bíblicas y heráldicas— que parecen apuntar hacia una reivindicación davídica en el origen de ciertas dinastías feudales. En particular, el uso del león de Judá como mueble principal del blasón plantea una pregunta inevitable: ¿estamos ante una simple coincidencia iconográfica o ante una memoria política cifrada?

 

Zuckerman y la anomalía de Septimania


El punto de partida es conocido. Tras la conquista franca de Narbona en el año 759, Septimania se convierte en una región fronteriza, una marca en sentido pleno: zona de contacto entre el mundo carolingio y Al-Ándalus, atravesada por poblaciones diversas y por una lógica política eminentemente pragmática. En ese contexto, Zuckerman sitúa a Makir (o Makhir), identificado con la familia del exilarca babilónico, como figura central de una reorganización política excepcional.


El título de exilarca no designaba a un simple líder comunitario. En el judaísmo de la diáspora oriental, el exilarca de Babilonia era reconocido como jefe político y jurídico de las comunidades judías, con autoridad civil, funciones fiscales y judiciales, y —sobre todo— con una legitimidad genealógica que se remontaba al linaje del rey David. Aunque su poder dependía en la práctica de los califas bajo los cuales ejercía su cargo (en este caso los califas abasíes), su autoridad se concebía como hereditaria y de origen bíblico, no meramente administrativo. Es esa carga simbólica y dinástica la que vuelve particularmente significativa la figura de Makir en el contexto franco.


La idea de un judío con autoridad territorial no es absurda en sí misma. Las fuentes carolingias muestran una relación fluida entre el poder franco y ciertos notables judíos, utilizados como diplomáticos, intermediarios comerciales y agentes de frontera. Un caso paradigmático es el de Isaac, judío de la corte de Carlomagno, enviado como embajador al califa abasí Harún al-Rashid a fines del siglo VIII. Su misión —atestiguada por las fuentes— no solo revela el alto grado de confianza política depositado en un notable judío, sino también el papel de estos intermediarios como puentes diplomáticos entre mundos culturales y religiosos distintos, especialmente en un tiempo en que tales contactos eran estratégicamente decisivos.


Lo audaz de Zuckerman no es señalar la presencia de Makir, sino atribuirle forma dinástica y legitimidad política, algo que desborda la imagen tradicional del judaísmo medieval como actor meramente económico o comunitario.


Aquí aparece el primer punto de fricción con la historiografía clásica: la noción de soberanía en la Alta Edad Media era todavía inestable, negociada, y no plenamente confesional. Pensar un principado judío vasallo no contradice necesariamente esa lógica; contradice, más bien, una lectura retrospectiva y sistematizada del poder medieval.

 

Matrimonio, linaje y legitimidad



Edición de 1972, Universidad de Columbia

El aspecto más controvertido de la tesis de Zuckerman es, sin duda, el matrimonio entre Makir y Auda (o Aldana) Martel, vinculada por la tradición genealógica a la familia de Carlos Martel. Más allá de las dificultades documentales —reales y no menores—, lo interesante no es tanto la verificación del hecho como su función simbólica.


En la Alta Edad Media, el matrimonio no es una cuestión privada: es un instrumento político de primer orden. Unir a un exilarca —portador de una legitimidad davídica reconocida en el mundo judío— con una mujer del entorno carolingio no sería un gesto excéntrico, sino una alianza de legitimidades. No se trata de una conversión ni de una fusión religiosa, sino de una operación política: integrar una autoridad antigua en una nueva estructura de poder.


Aquí aparece la figura de David como clave interpretativa. David no es solo el rey judío ni únicamente el antepasado de Cristo. En la Edad Media, David es el arquetipo del rey elegido por Dios, ungido directamente, anterior al Imperio cristiano y a la institucionalización del papado. Su figura ofrece un modelo de soberanía hereditaria que no depende ni de Roma ni de Bizancio.


Reivindicar —explícita o implícitamente— una genealogía davídica significa afirmar un derecho divino anterior, más antiguo y, por ello, más fuerte.

 

La heráldica como lenguaje político. León de Judá medieval


Es en la heráldica donde esta memoria parece encontrar su forma más elocuente. A diferencia de lo que suele creerse, la heráldica medieval no es un simple sistema de identificación visual. Es un lenguaje, un dispositivo de legitimación, una teología del poder expresada en imágenes.


El león es un animal frecuente en los blasones europeos, pero no todos los leones dicen lo mismo. El león de Judá remite a un pasaje preciso del Génesis: “No será quitado el cetro de Judá”. Es un símbolo de realeza hereditaria, de promesa divina, de continuidad dinástica garantizada por Dios mismo.


Cuando ciertas dinastías del sur de Francia —herederas, según Zuckerman, de aquel linaje híbrido— adoptan al león como mueble principal, la pregunta no es si “eran judías”, sino qué tipo de legitimidad estaban afirmando. El blasón no proclama una identidad confesional; proclama un derecho a reinar.


En ese sentido, la heráldica funciona como memoria cifrada. Dice lo que los documentos callan o ya no pueden decir. Traduce una genealogía problemática a un lenguaje aceptable para el mundo cristiano feudal, pero sin renunciar a su núcleo simbólico: la elección divina anterior a la Iglesia.

 

David antes de Roma


Esta lectura resulta incómoda porque desplaza el centro de gravedad de la legitimidad medieval. Obliga a admitir que, en sus orígenes, algunas monarquías occidentales pudieron apoyarse en fuentes bíblicas hebreas más que en la teología política romana. El derecho divino de los reyes no nace necesariamente en la unción papal; encuentra en David un precedente más antiguo y poderoso.


La Iglesia, con el tiempo, cristianizó ese modelo, integrándolo en su propia teología. Pero en los márgenes del Imperio, en las marcas y regiones de frontera, esa legitimidad pudo circular durante generaciones de manera más ambigua, más flexible, menos controlada.

 

Lo que incomoda


Nada de lo anterior prueba la existencia de un principado judío en sentido estricto. Tampoco demuestra, en términos positivistas, la realidad de un linaje davídico feudal. Pero la coherencia simbólica entre genealogía, política de frontera y heráldica plantea un problema que no puede despacharse con un simple “no hay pruebas”.


La historia no se compone solo de documentos; también se construye con silencios, símbolos y memorias transformadas. A veces, los blasones recuerdan lo que los archivos han olvidado.


Tal vez nunca sepamos si existió un principado judío en Septimania. Pero sí podemos afirmar que algunas monarquías quisieron —y necesitaron— parecer hijas de David. De hecho, las primeras casas que adoptaron tempranamente al león como mueble central no lo hicieron en un vacío simbólico. En regiones de frontera —Jerusalén, Septimania, la Marca Hispánica— el león parece haber funcionado como un signo de soberanía anterior a Roma, anclado en la tradición bíblica del rey David y progresivamente cristianizado.


Antes de convertirse en un emblema genérico de la nobleza, el león fue, ante todo, un símbolo de realeza legítima por elección divina.

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