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  • Foto del escritorEduardo R. Callaey

Los Evangelios en versión literaria

Comentarios a la nueva versión literaria del griego de J. F. Mira


Sabemos que La Biblia es el libro más impreso y más vendido en la historia de la humanidad. Se habla de cinco mil millones de ejemplares, pero esta cifra no incluye a los millones que se han entregado en forma gratuita, por lo que hay razones para pensar que la cantidad es mucho mayor.


Más allá del fenómeno editorial, la mayoría de los escritores coincide en que se trata del libro que más ha influido en la historia de Occidente, seguido por La Ilíada de Homero y Hamlet de Shakespeare. Habrá quienes puedan cuestionar por qué no Edipo Rey de Sófocles en lugar de La Ilíada, o el Don Quijote en lugar de Hamlet. Podríamos discutir si no es acaso un acto de injusticia relegar a Tolstoi, al Dante o a Dostoievsky. Pero nadie discutiría que La Biblia lidera, en soledad, el primer lugar en el podio de la literatura universal.


Durante siglos hemos sido modelados por los principales protagonistas del drama bíblico. Si no ha sido de manera directa o como consecuencia de una educación religiosa, lo ha sido a través de cualquiera de los escritores que conforman el Olimpo de las letras. Nuestra historia es la historia del Pueblo de Dios y de la obstinación divina en torno a nuestra salvación. Ni siquiera el más ateo de los hombres ha escapado al poder de esa narración singular que comienza en el Jardín del Edén y alcanza su clímax en el Gólgota. Se atribuye a Víctor Hugo haber escrito que “Inglaterra tiene dos libros: La Biblia y Shakespeare. Inglaterra hizo a Shakespeare, pero la Biblia hizo a Inglaterra”. Podría trasladarse la misma frase a toda Europa, como si fuese un axioma, cambiando el nombre del autor que acompaña a La Biblia. Borges recordaba que su abuela inglesa sabía La Biblia de memoria, de modo que incluso –decía, no sin cierta ironía– “puedo haber entrado en la literatura por el camino del Espíritu Santo”. No hay escritor en Occidente que haya ignorado los Testamentos.


Cada quien vive su propia experiencia en torno a La Biblia. Sin embargo, fuera de la comunidad de personas religiosas, o de quienes la estudian desde una perspectiva académica (sea teológica, antropológica, histórica, arqueológica, sociológica etc.), la mayoría de los lectores tiene para con ella un contacto parcial, segmentado, o tal vez sería mejor utilizar el término “aproximado”. La razón de esta afirmación, que compruebo a diario, radica en el hecho de que resulta difícil abordar el texto bíblico sin sentir el peso de la carga doctrinaria que se ha acumulado, cual estratos, durante siglos de estructuraciones dogmáticas y de tecnicismos críticos que condicionan su lectura.


En tanto que Revelación, cada letra del Viejo Testamento parece sostener al universo tal como lo afirmarían los cabalistas. ¿Quién se atrevería a mover siquiera una sola letra? En cuanto a promesa de Salvación, el Nuevo Testamento es letra viva y misteriosa, una bisagra de la historia, un velo rasgado que pone en evidencia una Luz que enceguece y que a la vez ilumina.


Tal vez a causa de ese condicionamiento que arrastro por haber leído a tanto especialista en criticismo bíblico, es que la traducción literaria que ha hecho Joan Francesc Mira de los Evangelios me tiene hipnotizado desde que leí la primera página de Marcos. Y digo bien, Marcos y no Mateo porque hasta se ha tomado la libertad de alterar el orden del evangelista en los comienzos de su versión del Nuevo Testamento, versión que ha traducido del griego como si se tratase de literatura pura, despojada de cualquier carga dogmática.


No es la primera vez que leo una versión literaria del Evangelio, pero esta traducción de Mira tiene razones y matices que la vuelven absolutamente oportuna. La primera de ellas es que plantea la cuestión de la lectura, y se pregunta –y a la vez interroga al lector– como qué debemos leer aquellos manuscritos griegos, como qué clase de obra: ¿Sagrada o profana? ¿Divina o humana? ¿Teológica o literaria? Y la respuesta que da a esta pregunta es contundente.


“La primera condición o la primera afirmación –dice Mira– es que ha de ser posible leer ahora mismo los evangelios y los demás libros del Nuevo Testamento, traducidos a un lenguaje narrativo contemporáneo, de un modo semejante a como los podía leer un lector mínimamente culto –pero un lector no cristiano– de Alejandría, de Pérgamo o de Nápoles a principios del siglo II”.


La mayoría de nosotros, los lectores occidentales contemporáneos, hemos leído los Evangelios con la predisposición de un creyente. Hemos accedido al mensaje de Jesús desde la condición de bautizados, incluso catecúmenos. Pero ¿Cómo recibiría el mensaje de los evangelistas un griego, o un egipcio de Alejandría? ¿Cómo habría leído La Biblia un gentil romano o un habitante de las costas del Mediterráneo oriental? Y lo que plantea Mira es apasionante. ¿No es acaso el desvelo de todo historiador zanjar la distancia entre el hecho narrado y el hecho vivido? Mientras escribo me pregunto a mí mismo, ¿No es acaso lo que he intentado toda mi vida desde que me senté por primera vez ante un profesor de historia?


El traductor comprende el desafío y advierte: “Ya sé que eso no es posible del todo, por supuesto, y que la lectura no será la misma, pero hay que hacer un pequeño esfuerzo. Porque cuando, en las versiones tradicionales y canónicas, nosotros leemos parábola, aquel lector seguramente leía ejemplo o «comparación»; cuando leemos Espíritu Santo, él leía aliento santo (en realidad, aquel lector del siglo II o del siglo III ni tan sólo podía imaginar que este aliento, soplo o espíritu fuera una persona divina y autónoma, diferente del Padre y del Hijo, ya que esta lectura sólo tiene sentido en el contexto de un dogma, la Trinidad, que aún no existía como tal); y cuando leemos milagro, aquel lector en lengua griega entendía «prodigio o hecho extraordinario»; cuando leemos resucitar, él leía despertar o levantarse, cuando leemos pecado, él leía «culpa», faltas o error. Y así podríamos seguir con multitud de palabras o expresiones que tienen, en primer lugar, un sentido literal, general o común, histórico o cultural, antes de tener un sentido consagrado y canónico ajustado a la tradición cristiana y a la evolución de la teología dogmática.”


Me resulta apasionante la idea de imaginar cómo se vería impactado un lector no cristiano del siglo I o II al leer a los evangelistas. Y es justamente esta reflexión de Mira la que me lleva a pensar que vale la pena el esfuerzo de comprender, despojados de una mirada dogmática, ese texto que nos presenta a un Jesús cercano a pobres y marginados. Hugo Trebolle, autor de una obra extraordinaria en torno a la influencia de La Biblia en el Occidente moderno, describe un contexto en el que Jesús es visto como un taumaturgo (una figura muy arraigada en la tradición más antigua); pero también como “un rabino atípico que reinterpreta con autoridad propia las Escrituras y que, en la tradición de los grandes profetas bíblicos, denuncia el culto del Templo de Jerusalén por estar desvinculado de la justicia y de la ética”; uno que no habla de sí mismo sino de la venida del reino de Dios y la acogida de los pecadores e impuros.[1] Pues en definitiva –tal como señala– “son las acusaciones que lo tachaban de falso profeta, de atentar contra el Templo y de pretender ser el rey de los judíos, las que se convirtieron en pruebas de delito que le acarrearon la muerte en cruz”. La traducción de Mira nos acerca de manera vital a ese contexto.


La segunda razón poderosa por la que es necesaria esta traducción literaria es el evidente desdén con el que las nuevas generaciones de lectores miran a las escrituras sagradas del cristianismo. Para cierto público lector resulta cada vez menos atractivo embarcarse en la lectura de los Evangelios. Vivimos en la era del laicismo más radical y combativo que haya sufrido el cristianismo moderno. El discurso envenenado de quienes niegan las raíces cristianas de Europa (y al decir Europa me refiero al Occidente entero) ha calado hondo en una generación más dispuesta a los acertijos de la literatura oriental que al relato evangélico que jalona la historia y la mentalidad de esta parte de la humanidad desde hace dos milenios. La versión literaria de Mira, al desmarcarse del dogma, deja al desnudo un drama escatológico que produce un impacto emocional de tal envergadura que hace retener el aliento y eriza la piel.


Sobre los antecedentes del traductor de esta nueva versión literaria del griego de los Evangelios, reproduzco a continuación un breve curriculum publicado en el CCCB (Centre de Cultura Contemporânea de Barcelona, en donde además pueden verse algunas conferencias de Mira hablando de Dante, de Homero, de Llul y otros gigantes de la literatura universal.



Joan Francesc Mira (Valencia, 1939) es escritor, antropólogo social y helenista, y ha sido catedrático en la Universidad Jaume I de Castellón. Estudió Filosofía en la Universidad Pontificia Lateranense de Roma y en la Universidad de Valencia, donde también se doctoró en Filosofía en 1971. Durante la década de los setenta colaboró con el Laboratorio de Antropología Social de la Sorbona y trabajó en el Collège de France con Lévi-Strauss. Posteriormente fue profesor en la Universidad de Princeton y también dirigió el Instituto Valenciano de Sociología y Antropología Social. Mira cuenta con una vasta trayectoria literaria en la que ha cultivado la narrativa, el ensayo y las traducciones. La novela con la que debutó, El bou de foc (1974), significó el resurgimiento de la narrativa en Valencia tras la Guerra Civil. Desde entonces, Mira ha publicado novelas como Borja papa (Edicions 3i4, 1996) o una trilogía ambientada en la Valencia contemporánea formada por Els treballs perduts (Edicions 3i4, 1989), Purgatori (Proa, 2003) y El professor d’història (Proa, 2009). En el campo ensayístico, Mira ha reflexionado acerca de la identidad individual y colectiva y todas las consecuencias políticas y culturales que derivan de ello. Destacan libros como Crítica de la nació pura (Edicions 3i4, 1984) y Sobre la nació dels valencians (Edicions 3i4, 1997), una reflexión sobre la complicada adscripción nacional de los valencianos. Mira también ha realizado traducciones y adaptaciones al catalán de la tríada de obras que considera fundamentales para entender la cultura occidental: L’Odissea (Proa, 2011), La Divina Comedia (Proa, 2004) y los Evangelis (Proa, 2004). Ha recibido numerosos premios y distinciones, entre los que destacan el Joan Fuster de ensayo, el Sant Jordi de novela, el Premi d’Honor de les Lletres Catalanes y la Medalla de Oro de la Ciudad de Florencia.[2]


Solo agregaré, finalmente, que la traducción al español de Evangelios ha sido publicada por Edhasa, España, en 2006.

[1] Trebolle, Julio, Texturas bíblicas del antiguo Oriente al occidente Moderno, Editorial Trotta, España [2] https://www.cccb.org/es/multimedia/videos/dante-y-llull-culturas-lenguas-y-mundos/225034

Créditos de las imágenes:

De Jacob Jordaens - Marie-Lan Nguyen (2005), Dominio público, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=933691

Joan Francesc Mira | © CCCB, 2016. Autor: Glòria Solsona

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