La imagen debajo de este texto es la Puerta de Nergal, antes de ser destruida por Daesh. Picando en la imagen puede verse el newsletter de National Geographic que confirmba su destrucción

Hace apenas algunas semanas me enteré por la agencia europapress que las fuerzas de Estados Unidos habían abandonado la base aérea de Al Qayara, situada en los alrededores de la ciudad iraquí de Mosul, entregándole el control de la zona al gobierno iraquí.
Mosul es la tercer ciudad de Irak, después de Bagdad y Basora. En ella vivía la mayor comunidad de cristianos de la Iglesia Asiria, junto con cristianos árabes de otras confesiones, tales como la Iglesia ortodoxa griega y la latina. Muchos de ellos fueron masacrados por ISIS después de que la ocuparan en 2014.
La noticia me sobresaltó porque Al Qayara está emplazada en donde se encontraba Nínive, la antigua ciudad acadia situada en la confluencia del Tigris y el Khosr a la que aun hoy los asirios modernos llaman Nínauah. La irrupción de Daesh en Mosul significó la muerte de gran parte de la población y el exilio de cientos de miles de personas; pero paralelamente al exterminio de las personas hubo otro igual de trágico: la pérdida de un patrimonio cultural que tiene que ver, directamente, con todos los pueblos del Libro. En su momento quise escribir sobre el desastre cultural de la destrucción de las obras de restauración llevadas a cabo durante décadas. No lo hice, porque lo que estaba ocurriendo con los cristianos de Irak era una tragedia sin parangón. De hecho, la matanza de cristianos asirios en Mosul, Qarakosh y otras ciudades del norte de Irak es un genocidio silenciado. De una comunidad que tenía un millón de fieles en 2003, apenas quedan unos miles.
Tal vez el lector promedio poco y nada haya oído acerca de Nínive, pero no exagero si afirmo que allí se encuentra la cuna de muchas de nuestras tradiciones. No solo eso. Nínive nos dio a los creyentes la prueba tangible de que el Antiguo Testamento era mucho más que un conjunto de mitos recogidos por una sucesión de compiladores; nos permitió considerar The Bible as History, como reza el título en inglés del famoso libro de Werner Keller.
De mismo modo que el descubrimiento de Troya y del Palacio de Cnosos reivindicó a Homero, Nínive fue la clave para comprender que la tradición veterotestamentaria constituía un reservorio de tradiciones milenarias que podían rastrearse en el campo de la Historia.
En febrero de 2015, el Museo de Mosul fue atacado por Daesh, que destruyó una invalorable cantidad de obras de arte antiguas, bibliotecas y colecciones de manuscritos. Más tarde destruirían la Puerta de Nergal y la de Mashki. Los fanáticos de Abu Bakr al Baghdadi querían borrar los vestigios de una cultura que, irónicamente, constituye el fundamento de sobre el que se ha construido la tradición patriarcal. No pudieron hacerlo. Las huellas de esa tradición permanecen a buen resguardo en las salas del Louvre y del Museo Británico, entre muchos otros.
Vayamos al grano.
Nínive es mencionada de manera explícita en tres libros del Antiguo Testamento. En el Génesis se le atribuye su fundación a Nemrod. La segunda referencia corresponde al profeta Nahum, quien refiriéndose a ella profetiza la ruina de la “ciudad sanguinaria”. La tercera es la historia de Jonas, quien la describe tan grande “que se necesitan tres días para atravesarla”. Esta descripción de Jonas inflamó la imaginación de los primeros exploradores del siglo XVIII, que llegaron a afirmar que la ciudad tenía un perímetro de 96 km. Pero las cosas cambiaron en el siglo XIX, cuando comenzó la verdadera epopeya de la arqueología moderna.
El primero en explorar la zona fue P.E. Botta, cónsul francés en Mosul. Después de un año de excavaciones infructuosas, gracias a la indicación de algunos lugareños comenzó a excavar en un lugar llamado Khorsabad. Luego de varios meses de trabajo se dio cuenta que había encontrado la ciudad de Nínive. Los trabajos de Botta se prolongaron hasta 1844 y en 1847 un lento convoy de carretas arribó a París con un cargamento impresionante de losas y bajorrelieves de una civilización hasta ese momento desconocida. La revolución de 1848 complicó la situación de Botta e impidió que continuara excavando, pero pronto apareció un sucesor, esta vez inglés, Austen Henry Layard
En el verano de 1849 Layard llegó por segunda vez a las ruinas de Nínive. Ya había estado allí dos años atrás, movido por ese extraño impulso que animaba a muchos de su generación que, como él, se habían empeñado en desenterrar la Historia y, de hecho, reescribirla.
Nínive era su obsesión. Ubicada en las afueras de Mosul era una inmensa montaña de escombros de las que aun abundan en Medio Oriente y a las que los árabes le dan el nombre de tells. En el caso particular de Nínive o para ser más exactos, “El castillo de Nínive”, otro arqueólogo, Reginald Campbell Thompson, calculó años más tarde que desenterrar solo el centro de Nínive implicaría mover más de 14.000.000 de toneladas de escombros y que se necesitarían 1000 hombres, cada uno cerniendo 113 toneladas por año durante 124 años.

Pero Layard, como muchos otros antes y después de él, sabía que el esfuerzo valía la pena. Nínive guardaba los secretos de nuestro mito de base. Nínive era la llave del relato que marcaría el rumbo de la historia de gran parte del mundo durante cinco mil años.
En la primera expedición, con apenas 27 años, el joven Layard había recogido tal cantidad de restos arqueológicos que decidió publicar un libro, “Nínive y sus restos”, y un volumen de ilustraciones llamado “Monumentos de Nínive”. Pero todo aquello no era más que la cáscara del tell; debajo de la superficie había más, mucho más. Después de pasar unos meses en Inglaterra ocupándose de la publicación de estas obras, volvió a Estambul como agregado a la embajada británica. Era su oportunidad para regresar a Nínive, y así lo hizo.

Pero, ¿por dónde comenzar? La muralla occidental se extendía por 4100 metros; la oriental por 4800. Al norte, la muralla recorría 2100 metros y al sur uno 900. Fue entonces que la Providencia vino en auxilio del joven Austin: Se encontró con un personaje propio de un guión de Indiana Jones, el sirio Hordmuz Rassam, el más famoso arqueólogo del Imperio Otomano quien, al igual que él, se había obsesionado con Nínive. Decidieron unir esfuerzos y, durante semanas, un ejército de sirios cargó sobre sus hombros grandes cestas repletas de piedra y arcilla, restos de cerámica, terrones de ladrillo y polvo de siglos… hasta que sucedió el milagro. Los excavadores encontraron lo que, en principio, parecía un depósito de documentos reales, escritos en tablas de arcilla con caracteres cuneiformes.
Aun no sabían que lo que habían descubierto era la biblioteca de Asurbanipal (669-627 a.C.) un rey que se había esmerado en reunir la colección de documentos más grande del mundo antiguo. Entre esas tablillas había un conjunto de siete que contenía un poema que comenzaba con la sugestiva frase Cuando desde arriba…
Dicha en lengua asiria, esa frase se pronunciaba Enuma Elish, y ese fue el nombre con el que pasó a la historia, pues lo que descubrieron Layard y Rassam produciría un revuelo mayúsculo en todo Occidente y en el Islam. Por primera vez el Antiguo Testamento era desafiado por un documento, al menos, mil años anterior que el más antiguo manuscrito que se conservara de la tradición bíblica; y lo que estaba escrito en esas tablillas era casi el calco de los primeros capítulos del Génesis. El fenómeno más impresionante que confrontaba el traductor era la correspondencia evidente en el orden de ambos:
Día uno: El caos primitivo
Día dos: La venida de la Luz
Día tres: La creación del firmamento
Día cuatro: La aparición de la tierra seca
Día cinco: La creación de las luminarias
Día seis: La creación del hombre
Día siete: El descanso de la deidad
Al descubrimiento del Enuma Elish siguieron otros no menos emocionantes. Las excavaciones se multiplicaron. Arqueólogos ingleses, franceses y alemanes extendían sus campamentos en las arenas las actuales Siria e Irak, vigilados de cerca por los soldados otomanos. Miles de tablillas con esa extraña escritura se acumulaban en los subsuelos del Museo Británico, en donde finalmente les terminarían de descubrir hasta el último secreto.[1] Pero también excavaban los pastores metodistas y los luteranos, intentando encontrar la teoría que restableciera el monopolio del relato bíblico.
El siguiente golpe llegó de la mano del arqueólogo George Smith (1840 - 1876). Siguiendo las huellas de Layard, Smith se dedicó a estudiar las más de 25.000 tablillas depositadas en el Museo Británico, apenas una mínima parte de lo que contenía la biblioteca de Asurbanipal. Comenzó a traducirlas a partir de 1872 y a él se debe la primera versión del Poema de Gilgamesh en el que se encuentra el antecedente de otro tema central de Génesis: El Diluvio Universal. En este caso la figura de Noé era protagonizada por Utnapistín “El Único Justo”.
Pocos años después se traducirían las tablillas que contienen la historia de Sargón I de Akad, conocido como Sargón “el Grande”. El texto tiene una fuerte similitud con el relato bíblico de Moisés. Dice Sargón sobre sí mismo:
Mí madre me concibió, en secreto, ella me llevaba. Ella me dejó en una cesta de junco, sellada con el betún que mi tapa. Ella me llevó al río que pasó sobre mí. El río me llevaba y me llevó a Akki, el cajón de agua. Akki, el cajón de agua, me tomó como su hijo y se ha criado conmigo. Akki, el cajón de agua, me designó como su jardinero. Aunque yo era un jardinero, Ishtar me concedió su amor, y para cuatro y [...] años he ejercido monarquía.".
Ambas madres –la de Sargón y la de Moisés– temen por sus hijos. La primera no quería que nadie supiera del bebé, mientras la de Moisés quería salvar a su hijo de las garras del faraón, que había ordenado matar a todos los niños hebreos (Ex 1,16). Una sacerdotisa salva a Sargón de la ignominia depositándolo en una cesta entre los juncos del Eúfrates, hasta que lo encuentra Aqqi, el jardinero real. En tanto que en el relato mosaico, la esposa de Amrán salva la vida de Moisés poniéndolo en una cesta a orillas del río Nilo hasta que lo encuentra la hija del faraón. Así como Aqqi adopta a Sargón como hijo, la princesa adopta a Moisés. El destino de ambos será de grandeza. Sargón conduce al Imperio Acadio a su máxima expansión militar y política, en tanto que Moisés libera a los israelitas esclavizados en Egipto y los conduce hacia la Tierra Prometida.
En menos de cincuenta años Occidente había descubierto que el relato sobre el que se basaba su cultura era más antiguo que la Biblia, y que los dioses y los demonios que habitan sus páginas habían moldeado la mentalidad de medos, persas, asirios, caldeos, babilónicos y, por cierto, también a los hebreos. Pero al mismo tiempo que la arqueología ponía en interdicto la “Revelación”, se producía un hecho paradógico: aquello que habíamos considerado “mitología”, una hermana menor de la religión, emergía a la categoría de “Historia” como un fantasma surgido del Rio Aqueronte, que retorna del Hades.
Hacia 1870, mientras la Sociedad Bíblica Británica lidiaba con las tablillas cuneiformes provenientes de la biblioteca de Asurbanipal, el arqueólogo prusiano Heinrich Schliemann (1822 - 1890), excavaba el emplazamiento de Troya en Hisarlik, y en otros yacimientos homéricos como, Tirinto y Orcómeno demostrando que la Ilíada describía realmente escenarios históricos. En 1876 descubriría la Máscara de Agamenón, en la Acrópolis de Micenas.
No deja de asombrarme que en apenas cincuenta años, de pronto, salieran a la luz documentos enterrados en las arenas de Levante desde hacía milenios. ¿Qué extraña fuerza despertaba la pasión de esa pléyade de exploradores que parecían predestinados a encontrar una aguja en un pajar? Abundan las historias inverosímiles, como la que cuenta que George Smith –el traductor del Poema de Gilgamesh– no lograba encontrar la famosa tablilla Nº 11. ¿Cómo hallarla en medio de aquellas 14.000.000 de toneladas que había calculado R. Campbell Thompson? Lo cierto es que Smith volvió por enésima vez a Nínive, financiado por el Museo Británico y acompañado de un periodista que quería la primicia de la comprobación de un Diluvio Universal por fuera de la tradición bíblica. Nuevamente ocurrió algo milagroso: Smith tropezó en un lugar recóndito de aquel tell, golpeando su cabeza contra un ladrillo escrito en cuneiforme. De inmediato se puso a excavar y encontró numerosos fragmentos. Uno era la tablilla Nº 11. Poco después, en 1876, volvería a aquel inmenso socavón que atravesaba las entrañas de la biblioteca de Asurbanipal, pero a poco enfermó de disentería y murió en Alepo. Tenía 36 años.
Nota: Los retratos corresponden a Austen Henry Layard y Hordmuz Rassam.
[1] Georg Friederich Grotefend (1775 - 1853) fue el primero en comenzar la carrera por el estudio de estas tablillas. Intentó descifrarlas a través del método hipo-deductivo. Más tarde Henry Creswike Rawlinson (1810 - 1895) logro descifrarlo gracias a la inscripción trinlingüe de Behistún, que contiene escritura persa, elamita y babilonia. Finalmente fue George Smith (1840 - 1876) quien se llevó el merito de descifrar los documentos asirios, convirtiéndose de esta manera en el padre de la asiriología. Hizo las primeras traducciones del poema épico de Gilgamesh.
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