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  • Foto del escritorEduardo R. Callaey

Tiempos de Peste

Para un observador de la historia, hay eventos de tal magnitud, que hacen que el miedo ceda ante la fascinación de estar inmerso en sucesos que solo pudo conocer a través de las crónicas. Y es justamente la pasión de los cronistas la que nos permite imaginar el desarrollo de algunas catástrofes que han acontecido a la raza humana. Recuerdo la frase con la que un monje anónimo dejó escrita su desesperanza durante la Peste Negra:


“Escribo esto por si queda alguien de la raza de Adán para leerlo”.


Georges Duby decía hace unos años “El mundo todavía teme a la epidemias”. Era la época en la que el francés Jean-Marie Le Pen quería construir una suerte de leprosarios para encerrar a los enfermos de SIDA. No fue hace tanto, apenas un cuarto de siglo. Un poco más atrás, en 1958, mi abuela me colgaba al cuello una bolsita de alcanfor para ahuyentar a la poliomielitis, que había atacado a 6500 niños de la Ciudad de Buenos Aires en 1956. De hecho muchos de los de mi edad recuerdan en su infancia las cicatrices de la polio en el cuerpo de algún vecino.


Pues tenía mucha razón Duby; todavía tememos a la peste, como también tememos a la guerra, porque en muchas cosas se parecen. Quizá la más brutal es que no hay tiempo de despedidas. Rara vez los deudos pueden velar el cadáver del muerto apestado, que muere en soledad –con suerte rodeado de alguna enfermera o una monja piadosa– pero, al fin de cuentas, solo, con esa soledad de los moribundos que tan bien ha descrito Norbert Elías:


“Nunca antes en la historia de la humanidad, se hizo desaparecer de modo tan higiénico de la vista de los vivientes, para esconderlos tras las bambalinas de la vida social, jamás anteriormente se trasladaron los cadáveres humanos, sin olores y con tal perfección técnica, desde la habitación mortuoria hasta la tumba.”


Sucede, de pronto, que en el seno de una sociedad que oculta a la muerte con minuciosidad de cirujano, nada puede ser más impúdico y atrevido que una pandemia. Acabo de ver las imágenes de una columna de camiones militares transportando cadáveres al cementerio de Bérgamo, ya colapsado. Entonces, todos esos esfuerzos que hemos hecho para ocultar a los moribundos y a los muertos, con nuestros velatorios express, nuestros crematorios tan pulcros y nuestros jardines privados a la vera de las rutas, se nos va al diablo.


La peste es intrínseca a la condición humana, pero su aparición periódica depende de un logaritmo desconocido que nadie ha logrado descifrar hasta ahora. Tiene universalidad geográfica y se la encuentra desde los albores de nuestra cultura:


Y Jehová dijo a Moisés y a Aarón: Tomad puñados de ceniza de un horno, y la esparcirá Moisés hacia el cielo delante de Faraón; y vendrá a ser polvo sobre toda la tierra de Egipto, y producirá sarpullido con úlceras en los hombres y en las bestias, por todo el país de Egipto. Éxodo 9:8,9.

Una de las características de las pestes ha sido su velocidad. Empédocles no pudo contener la Peste de Agrigento “aunque mandara tapiar una garganta estrecha por donde soplaba un viento cargado de horribles efluvios de un pantano cercano.” La Peste de Siracusa (396 a.C.) diezmó al ejército cartaginés que sería derrotado por los romanos. El propio Marco Aurelio moriría a consecuencia de la Peste Antonina, descrita nada menos que por el propio Galeno:


“Los enfermos presentan ardor inflamatorio en los ojos; enrojecimiento sui generis de la cavidad bucal e de la lengua; aversión a los alimentos; sed inextinguible; temperatura exterior normal, contrastando con la sensación de abrasamiento interior; piel enrojecida y húmeda; tos violenta y ronca; signos de flegmasia laringobronquica; fetidez de aliento; erupciones y fístulas, diarrea, agotamiento físico; gangrenas parciales y separación espontánea de órganos; perturbaciones de las faculdades intelectuales; delirio tranquilo o furioso y muerte entre el séptimo y noveno día"


Hubo otras grandes pestilencias, como la Peste de Justiniano, o la Peste Amarilla, descrita en la Crónica anglosajona, que narra la historia de los anglosajones y la colonización de Britania. Creían que Inglaterra, por ser una isla, quedaría a salvo de la pandemia, pero bastó que atracara un barco fantasma para que se desatara un gran desastre. En el año 1000 la peste que preocupaba a los europeos era el llamado “Fuego de San Antonio”. Así lo describía un cronista:


“Es un fuego escondido que ataca un miembro, lo consume y lo despega del cuerpo. Esta horrible combustión devora completamente a los hombres en el curso de una sola noche”


La lista es extensa, pero la grande peste que se lleva los laureles es sin dudas la Peste Negra, originada en China –igual que el coronavirus– que recorrió la Ruta de la Seda para matar a 25 millones de europeos, una tercera parte de la población total de Europa. No menor fue la española que arrasó con 50 millones.


Al escribir estas breves líneas estamos aún muy lejos de esas cifras pavorosas, pero tal vez esto sea apenas el comienzo. Hace solo tres años atrás, a propósito de un brote de Ébola, Bill Gates advirtió que el mundo no estaba preparado para lidiar con mutaciones capaces de convertir un virus convencional en una cepa peligrosa.


Como ha ocurrido antes y ocurre ahora, la humanidad encontrará el rumbo; finalmente una gran mayoría se volverá inmune y todo seguirá su marcha. Hasta me animaría a decir que la peste volverá a ser un tabú del que nadie habla. En estos días me tomé el trabajo de revisar mi biblioteca de historia medieval. Allí están los mejores autores del último siglo, sin embargo las referencias a la Peste Negra ocupan solo un pequeño apartado, un capítulo fugaz, una interrupción que, más que medirse por sus estragos sanitarios, por las infinitas acciones heroicas que se sucedieron, oleada tras oleada (la Peste Negra golpeó una y otra vez durante muchos años), o por las connotaciones morales y espirituales que marcaron a dos generaciones, se mide por sus consecuencias sociales, que cambiaron el sistema político y económico hasta entonces conocido. Es posible que estemos en vísperas de algo parecido.


Todos esperamos, naturalmente, sobrevivir. No todos lo lograremos, pero aquellos que lo hagan tendrán la oportunidad de mirar al mundo desde otro lugar, tal vez más calmo. La epopeya humana es una aventura maravillosa y hay que aprender a disfrutarla. Después de todo, como dice el poeta Andrew Marvell:[1]


La tumba es un lugar privado y hermoso,

pero nadie, que yo sepa, allí se abraza

  1. [1] The grave’s a fine and private place, But none, I think, do there embrace. To His Coy Mistress

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