Los Templarios y el concepto de Militia Christi
1.- Introducción
Uno de los aspectos insoslayables en el estudio de la Orden del Temple es el contexto de cruzada en el cual se origina y cimenta. No es posible analizar al Temple fuera de este escenario pese a que, muy a menudo, se ha cometido el error de hacerlo. En un marco mayor, lo mismo ocurre con las Cruzadas, a las que, generalmente no se analiza como un fenómeno con relación a sí mismo sino bajo la mirada del prejuicio histórico.
Es cierto que, tal como señala Fletcher, los historiadores liberales de fines de siglo XX y principios de siglo XXI se han referido frecuentemente a las cruzadas como un acto vandálico, propio de bárbaros. Es el caso de la historiadora británica Karem Armstrong, por poner un ejemplo reciente, quien en su libro “Islam: A Short History” las define como acontecimientos vergonzosos en la historia occidental. Esta visión no es nueva.[1]
Gustav Le Bon (1841-1931), autor de “La civilización de los árabes” escrito en 1884, veía en aquellas gestas una horda de “desheredados de la sociedad” a los que definía como “feroces y estúpidos salvajes”, que causaban estupor a unos pueblos entonces tan civilizados como los orientales en quienes provocaban un profundo desprecio. Le Bon, considerado por la academia como un teórico de la psicología de las masas, no ha tenido problemas en suscribir las palabras del poeta persa Musharrif al-Dīn ibn Muṣlih al-Dīn (1213-1291), más conocido como Sa’di, quien, refiriéndose a los crucesignati decía “Esa gente no merece ni el nombre de hombres”.[2]
Podríamos mencionar a muchos autores que han tenido una visión similar a la de Le Bon o Armstrong acerca de las Cruzadas: Una Europa cristiana bárbara, rústica y supersticiosa frente a un islam refinado, avanzado en ciencia e, incluso, tolerante. Un ejemplo claro –y a mi juicio, siniestro–, de esta subversión se puede ver en la obra de Genevieve Chauvel, “Saladino, El unificador del islam”, en el que se ensalza al líder kurdo, y se lo describe casi como un personaje ilustrado, en contraste con la ferocidad barbárica de Ricardo, Corazón de León.
Pero esta visión está cambiando, entre otras cosas porque –volviendo a Fletcher–, denostar el pasado desde el punto de vista moral como diferente del presente no ayuda a mejorar la interpretación de la historia.[3] Más recientemente, Christopher Tyerman afirma algo parecido en la introducción a su monumental obra “La Guerras de Dios” cuando dice que “las cruzadas han sido descartadas por el síntoma de una civilización crédula, supersticiosa, retrasada en orden a elevar, de forma abierta o encubierta, a una sociedad moderna que se supone más avanzada e ilustrada.” O lo que es peor, esa otra visión que, al observar en el pasado un espejo del presente, interpreta a las Cruzadas “como el presagio de los conflictos del imperialismo, el colonialismo y la supremacía cultural de Europa occidental”.[4] Mucho tienen que ver estas ideas con el cuestionamiento de los modelos de pensamiento predominantes y hegemónicos definidos por la racionalidad moderna eurocéntrica y que han dado lugar a los denominados estudios poscoloniales. Otra desgracia para nuestra cultura.
Dicho esto, respecto de las Cruzadas, la intención de este artículo es la de examinar el fenómeno de las órdenes monástico-militares, en particular la Orden del Temple en su condición de militia Christi, en el entendido de que esta idea, asociada primitivamente a la lucha espiritual, sufrió una trasformación en la medida en que se desarrollaba una dinámica respecto de los conceptos de “guerra justa” y “guerra santa” en el seno de la sociedad medieval.
2.- La guerra justa
Pocos períodos de la historia resaltan tanto la guerra como actividad central de la sociedad como lo hace la Edad Media en Occidente. Se suele decir que las sociedades medievales estaban organizadas “por y para la guerra”, una afirmación que se refleja claramente en el impacto que la guerra tuvo en diversas áreas humanas de esa época, incluyendo la literatura, el arte y la economía.
Entre todos los conflictos de este período, las Cruzadas, llevadas a cabo entre los siglos XI y XIII, destacan particularmente. No solo por la participación masiva de la élite de la nobleza europea, sino también por el entusiasmo que despertaron en los demás estratos sociales. El enfrentamiento con el islam, ya dividido en varias corrientes, elevó la conflagración a su máxima expresión, y muchos de los principios contemporáneos del arte de la guerra tienen sus raíces en esos siglos en que los barones de Occidente llegaron al Levante con el objetivo de reconquistar los territorios perdidos por Bizancio a manos de los turcos. Esto se refleja en que, incluso hoy, corrientes como el salafismo a menudo denominan a los ejércitos occidentales como “cruzados” o simplemente faranj o frani, términos que hacen eco del nombre “francos”, utilizado para identificar a todos los guerreros llegados de Europa durante las Cruzadas, ya fueran francos, germanos, anglos o normandos.
Siendo la guerra una actividad tan evidente en el marco de la sociedad medieval, esta llamó la atención de los principales escritores cristianos, tanto de teólogos como Santo Tomás o San Bernardo o juristas como Raimundo de Peñafort (1175-1275) o Rufino de Bolonia (1150 circa). Nadie tenía dudas del perjuicio que la guerra ocasionaba, pues siempre era perniciosa para el pueblo, una fuente de sufrimientos y de gravosas pérdidas tanto humanas como económicas. Pero a la vez se trataba de una actividad aceptada y, en cierto punto deseada en determinadas ocasiones. Esta paradoja obligó a desarrollar normas y códigos de comportamiento a partir de determinadas nociones del derecho. Está claro que la mayoría de estas normas fueron forjadas por hombres de la Iglesia.[5]
Respecto de la guerra justa, Santo Tomás consideraba que debía reunir tres condiciones: Que fuese ejecutada por una autoridad competente; que tuviese una causa justificada; que la intención estuviese encaminada a evitar el mal o hacer el bien. En otras palabras, aquel que iniciaba un conflicto debía poseer de manera legítima el poder público y el mandato para hacer la guerra; esta debía estar dirigida contra quienes merecieren el castigo –ya fuese como una acción de defensa frente a un ataque o como respuesta punitiva; y finalmente, debía tener como objeto principal el de recobrar la paz. Se pueden encontrar definiciones parecidas en otros juristas de gran influencia en tiempos de las Cruzadas.
Rufino de Bolonia, por ejemplo, consideraba como guerra justa a aquella que estaba dirigida por una autoridad legítima, que se llevaba a cabo por personas adecuadas para tal actividad –combatientes seculares formados para el arte militar– y que se hiciese contra un enemigo merecedor del daño que se le infligiría. Raimundo de Peñafort va un poco más allá y distingue cinco criterios: persona, objetivo, causa, intención y autoridad. Por persona se refiere a la necesidad de que se tratase de tropas seculares –a quienes se les permitía derramar sangre– y no eclesiásticas a las que el derramamiento de sangre se les estaba prohibido. Por objetivo se entendía, o bien la recuperación de bienes, o bien la defensa de la patria. Por causa se entendía recuperar la paz. Por intención, que no fuese promovida por el odio. Por autoridad, que esta fuese encabezada por la Iglesia o por un príncipe en ejercicio de sus funciones legítimas.
Tanto Rufino como Raimundo de Peñafort hacen hincapié en que las tropas comprometidas en un conflicto bélico no podían incluir religiosos. Esta idea venía consolidándose desde el siglo IX. Ya en la época de Luis el Germánico y de Carlos el Calvo, el papa Nicolás había establecido una clara división entre los milites Christi –los clérigos– y los milites saeculi –los laicos– puesto que solo a estos últimos concernían los asuntos terrenales. El concepto de militia Christi se limitaba exclusivamente al ámbito religioso, pues un monje o un clérigo solo podía defenderse “a la manera de Cristo”. Por supuesto que había excepciones; pero tal era la norma. En este contexto, la “guerra santa” quedaba limitada al ámbito de la lucha espiritual mediante la cual el religioso superaba la tentación reprimiendo los impulsos mundanos y estando en plena comunión con Cristo. Verter sangre le estaba prohibido, incluso si fuese la de un pagano, o de un hereje. Hecha esta introducción podemos entender claramente la disrupción que representó la aparición de la Orden del Temple a cuyos integrantes, monjes a la vez que guerreros, se les permite derramar sangre.
3.- Las Cruzadas: ¿Una “Guerra Santa”?
Antes de avanzar en el dilema que planteaba la aparición de estos monjes, a la vez guerreros involucrados en la guerra, y de tratar de entender el problema que planteaba esta nueva milicia, creo conveniente aclarar –tal como señala García Fitz– que “como ocurre con otros términos referidos a la Edad Media –como el de ‘feudalismo’ o el de ‘cruzada’–, los autores y pensadores de la época apenas utilizaron el concepto de ‘guerra santa’ y, por supuesto, no llegaron a definirlo”.[6]
La mayoría de los autores modernos coinciden en que la dinámica de la sacralización de la guerra y la belicosidad cristiana tienen una relación directa con la Reforma eclesiástica del siglo XI, encarnada principalmente por Gregorio VII en el marco mayor del movimiento reformista cluniacense. Esta reforma resultó en una profunda cristianización de todos los estamentos de la sociedad medieval, colocando a la Iglesia, y particularmente al papa, como centro de la escena política y religiosa. En este proceso, el concepto de Iglesia Universal fue subsumido en el de la Iglesia de Roma, en tanto que la idea de una “espada terrenal” subyugada al poder de una “espada espiritual” decantó en la pretensión de vasallaje por parte de Roma respecto de los poderes seculares. El único combate lícito –y excluyente– era el que se libraba en defensa de los intereses de la Iglesia.
En la perspectiva de los papas reformistas –especialmente Gregorio VII, quien llevó estas ideas al extremo–, se reformuló radicalmente la visión cristiana sobre la guerra. Gregorio es considerado el creador del concepto de "guerra santa" puesto que, bajo su influencia, se empezó a considerar a las guerras por motivos terrenales entre estados cristianos como una vía de condenación, en tanto que las verdaderamente lícitas eran las que se libraban en defensa de la Iglesia.[7] La caballería se enfrentaba al dilema de que su oficio, habitualmente, conducía al pecado, a menos que la lucha fuera en nombre de una "guerra de Cristo" contra herejes o adversarios de la Iglesia, siempre bajo el auspicio del papa.
A partir de esta doctrina, el concepto tradicional de militia Christi, que históricamente se refería a monjes dedicados al combate espiritual contra los demonios, comenzó a tomar un significado literal. Esta expresión pasó a aplicarse a los caballeros que seguían las directrices y proyectos del papa, combatiendo en su nombre.
La élite de guerreros que condujo la Primera Cruzada no solo respondía al llamado del papa, sino que, al menos nominalmente, quien la lideraba en su nombre, era el legado Ademaro de Monteil, obispo de Le Puy. Richard Fletcher, en su magistral obra “La Cruz y la Media Luna” señala que “las ideas de peregrinación, la guerra santa, la amenaza para la cristiandad y la santidad divina de Jerusalén no eran cosas nuevas: Lo que hizo el papa, en todo caso, fue unificarlas todas de modo que resultasen irresistibles para la piedad mística de la caballería de Europa occidental”.[8]
Esta guerra contra los musulmanes era considerada, por tanto, como una acción piadosa que santificaba actos bélicos, confería méritos ante los ojos de Dios, concedía a los caídos la condición de mártires y, con el paso del tiempo, a todos los participantes les ofrecía la garantía de la salvación No es extrañar, pues, que fuera en este contexto cuando el proceso de cristianización de la caballería, […] alcanzara su máxima expresión, hasta el punto de forjar la figura del monje-guerrero que milita en las órdenes militares. Éstas, surgidas al calor de las cruzadas, ofrecían a la caballería el abandono de unas prácticas que solo conducían al homicidio y la condenación, y la conversión en una nueva milicia, que renunciaba al mundo, al lujo, a la vanidad, y que a la vez luchaba contra los males terrenales y espirituales: caballeros y monjes al mismo tiempo, ese era el ideal de la iglesia durante la primera mitad del siglo XII, tal como lo expuso San Bernardo. La caballería se había convertido, de esta forma, en un "instrumento de Dios para castigar a los malvados y defender a los justos", que cuando mata no es homicida, sino malicida, "considerado ejecutor legal de Cristo".[9]
Es sabido que san Bernardo, en un principio, tenía dudas respecto de la existencia de una orden que combinara ambos estamentos de la sociedad medieval al unir la funciones de los bellatores y los oratores. De hecho, Hugo de Payens, el primer Maestre de la Orden del Temple, le había solicitado que escribiera una carta a los templarios, a fin de reconfortarlos frente a la situación ambigua en la que vivían, no convencidos aún de la “legalidad espiritual” de su Orden. Bernardo se hizo rogar hasta tres veces, Pero luego, no solo abrazó la defensa del Temple, sino que la exaltó en su famoso escrito De laude novae militiae ad milites Templi: […]
“Pero los soldados de Cristo combaten confiados en las batallas del Señor, sin temor a pecar cuando vencen al enemigo ni por poner en peligro la propia vida, porque la muerte que se da o recibe por amor de Cristo, lejos de ser criminal, es digna de mucha gloria. […] Así, el soldado de Cristo mata seguro a su enemigo y muere con mayor firmeza”.
¿Estaba toda la Iglesia convencida de esta combinación? La respuesta es que no. Ya nos hemos referido a esta cuestión en trabajos anteriores, pero vale la pena recordar aquí que algunos líderes religiosos no estaban tan convencidos de que una orden religiosa que mataba violentamente pudiese ser considerada como tal. Entre los críticos destaca la figura de Pedro el Venerable (1092-1156), nada menos que el abad de Cluny. Hacia 1150, según refiere Helen Nicholson, Pedro mantuvo una correspondencia con Everardo de Barrès –el sucesor de Roberto de Craon como Gran Maestre del Temple– y con el papa Eugenio a raíz del caso de un noble, Humberto III de Beaujeu, quien había ingresado en la Orden del Temple pero que luego había regresado a la región de Cluny en donde estaba desempeñando un papel importante en el mantenimiento de la paz por fuerza de las armas. Los templarios le reclamaban que se reintegrara a la Orden, en tanto que Pedro el Venerable le solicitaba al Gran Maestre que dispensaran a Humberto de cumplir con su juramento. Mientras que en la misiva enviada a de Barrès, Pedro elogia a la nueva milicia (“He sentido respeto por vuestra orden desde su institución, y me maravillé y alegré de que fuera creada estando en vida yo, y de que ilumine el mundo entero como los rayos dorados de una nueva estrella”) al papa le habla en un tono muy distinto, señalando que la Orden del Temple no puede compararse con una orden monástica, o de clérigos, o de ermitaños, o con cualquier orden antigua, pues no es más que otra orden de caballería como tantas. En todo caso, Humberto –dice Pedro– “lo único que ha hecho es cambiar una caballería por otra”. Es decir que no considera al Temple como una orden religiosa.
La opinión de Pedro el Venerable ha de tenerse en cuenta por varios motivos: el primero de ellos es que afirma decir “lo que muchos de nosotros pensamos”; luego, se trata de una figura de alcance internacional que, entre otras cosas, se destacó por su importantísima contribución al estudio de las relaciones de la Iglesia católica con el islam, y por haber defendido a la Orden Cluniacense de los feroces ataques de san Bernardo, asunto en el que salió exitoso.
Pedro el Venerable, abad de Cluny. Tenía sus dudas respecto
del rol de las Órdenes monástico-militares
Nicholson menciona un segundo documento de gran importancia. Se trata de un sermón escrito en 1147 por Isaac de Étoile, un teólogo cisterciense que fue abad del monasterio de Étoiles, en Poitiers. Sin mencionarlo directamente, Isaac acusa al Temple de ser “un nuevo monstruo” que ha sido establecido para obligar a los infieles a convertirse en la fe cristiana por medio de lanzas y porras. Lo acusa de haber olvidado que debemos tratar al prójimo como pretendemos que nos traten a nosotros y recuerda que la violencia es un mal ejemplo. Si bien no lo condena, queda claro que alberga ciertas dudas.[10]
Es cierto que, del otro lado, encontramos infinidad de documentos que elogian al Temple, sin embargo, es interesante señalar que, en la medida en que la Orden comenzaba a afianzarse, y que sus acciones en Medio Oriente se incrementaban, cierto sector de la Iglesia aun no digería que una orden religiosa combatiera a filo de espada.
4.- El islam y la Guerra Santa
A diferencia del impacto social, político y económico que las Cruzadas causaron en Europa, estas no parecen haber tenido el mismo correlato en el islam. Fletcher se sorprende de que no existe ninguna historiografía islámica de las Cruzadas. Contrario sensu, la historiografía occidental es inmensa y aun se debate con el mismo énfasis que suscitaba en los cronistas contemporáneos a los hechos. Mientras que nosotros contamos con documentos realmente extraordinarios, escritos por cronistas a los que se puede considerar como lo más granado del pensamiento medieval, para los narradores islámicos contemporáneos de las cruzadas, estas eran apenas escaramuzas sucedidas en la orilla de un inmenso territorio expandido en Asia, “alfilerazos infligidos en las márgenes del mundo islámico”. Para Fletcher, la indiferencia del mundo islámico medieval hacia las cruzadas es solo un aspecto más de la indiferencia hacia la cultura de la cristiandad en su conjunto.
Armstrong parece estar de acuerdo con Fletcher en este punto. Cree que las Cruzadas fueron devastadoras para los musulmanes de Medio Oriente, pero para la gran mayoría de los musulmanes en Irak, Irán, Asia Central, Malasia, Afganistán e India, fueron incidentes fronterizos remotos. La autora británica comenta que sólo en el siglo XX, “cuando Occidente se había vuelto más poderoso y amenazador, los historiadores musulmanes se preocuparon por las Cruzadas medievales, miraron con nostalgia al victorioso Saladino y añoraron un líder que fuera capaz de contener la neo-cruzada del imperialismo occidental”.[11]
Es cierto que en las últimas décadas el islam miró al pasado con un interés por las Cruzadas que no pareció tener en su momento. Sadam Husein se comparaba con Saladino, en tanto que el presidente egipcio Anwar el-Sadat solía ser humillado por los salafistas de la Hermandad Musulmana que lo comparaban con el sultán al-Kāmil Muḥammad al-Malik (1186-1218), quien había entregado Jerusalén al emperador Federico II. Los salafistas no le perdonaban a Sadat que hubiese firmado los acuerdos de Camp David.
Como es sabido, el islam ha desarrollado, desde sus inicios, el concepto de yihad o “Guerra Santa”, tema en el que no entraremos en mayores detalles en relación con su significado religioso. Baste decir, por el momento, que existe un profundo debate entre dos tipos distintos de yihad: una que parece atinente al campo espiritual y otra que se refiere a la defensa de islam mediante la guerra armada. Al momento de producirse las Cruzadas, el islam se encontraba atravesando una profunda crisis, motivo de la división entre sunitas y chiitas y la ausencia de un liderazgo centralizado.
Esa crisis de liderazgo fue un factor clave que retrasó la proclamación inmediata de una ‘guerra santa’ contra los infieles cristianos. Aunque líderes como Zengi y Nur ad-Din iniciaron esfuerzos para reunificar el mundo musulmán, fue Saladino quien finalmente completó este proceso. Al proclamarse sultán, Saladino consolidó un Estado robusto unificando Egipto –tras derrocar a los fatimíes en 1171–, y extendiendo su dominio hasta Siria y el río Éufrates, donde restableció la autoridad abbasi. Sin embargo, por debajo de las razones religiosas del llamamiento de Saladino a la yihad contra los cristianos, había razones prácticas y hasta económicas, puesto que en una cultura donde la contratación de ejércitos privados era habitual, la aparición de un mujahid, un ‘guerrero santo’, otorgaba un enorme poder de leva promovido por razones de índole religioso y de bajo costo. No pocos líderes lo desaprovecharían en el futuro.
Choque y diálogo entre cristianismo e islam.
El caso de Majd ad-Dīn Usāma
Finalmente, caben algunas reflexiones en torno al choque entre cristianos y musulmanes en el marco de las Cruzadas, incluido el vínculo de los templarios con el islam.
Al momento de producirse la irrupción de los cristianos en Levante, los turcos selyúcidas, recién convertidos, vivían con un celo profundo su nueva religión. Los fatimíes egipcios, practicantes del chiismo estaban en su apogeo, al igual que el fanatismo de los sectarios marroquíes. Nada bueno podía surgir del contacto con los francos, naturalmente intolerantes y bajo el influjo de una Iglesia que vivía el momento de mayor poder en su historia.
Fletcher habla del celo religioso de los devotos de dos monoteísmos, inquebrantablemente convencidos de su propia rectitud, lo que los volvía intolerantes por definición. Hace pocos años, el teólogo catalán Raymon Pannikar escribía acerca de la dificultad del diálogo entre dos universalidades –el cristianismo y el islam– que se pretenden universalizables. En medio de esta ausencia de diálogo entre ambos mundos, los templarios, probablemente los más “inquebrantablemente convencidos de su propia rectitud” tuvieron cierto diálogo con el mundo islámico. En más de una ocasión ese diálogo les generó dolores de cabeza y les traería serios problemas en la etapa final de la Orden.
En las crónicas de Majd ad-Dīn Usāma (1095-1188), poeta, faris (caballero) y diplomático sirio se lee: “Cuando visitaba Jerusalén, solía ir a la mezquita Al-Aqsa [se refiere al Cuartel General del Temple], donde estaban mis amigos templarios. En uno de los laterales, había un pequeño oratorio donde los frany habían instalado una iglesia. Los templarios ponían este lugar a mi disposición para que orara en él”.
Entre los cargos que los templarios debieron enfrentar en el ignominioso juicio entre 1307 y 1314, se los acusó de traición y colaboración indebida con el islam. Hubo rumores de que algunos templarios habían adoptado prácticas musulmanas, incluyendo la posibilidad de conversión al islam. Estas acusaciones se basaban en el contacto cercano y prolongado con los musulmanes y en la adopción de ciertas costumbres locales. También se alegó que los templarios tenían relaciones demasiado cordiales con líderes musulmanes.
Si bien ninguna de estas acusaciones tenía fundamento, los templarios, al igual que otras órdenes militares, frecuentemente negociaban treguas y pactos con líderes musulmanes para asegurar la supervivencia y la estabilidad en Tierra Santa. La convivencia forzada y las interacciones políticas y económicas necesarias para el control de los territorios cruzados a menudo se malinterpretaron como señales de una relación más profunda y sospechosa. El caso de Majd ad-Dīn Usāma es un ejemplo de esta relación.
Como siempre ha ocurrido a lo largo de toda la historia, Medio Oriente ha sido una extensa zona de contacto en la que la hostilidad, al fin de cuestas, no ha dejado de ser un tipo de relación.
[1] Armstrong, Karen (2002). Islam: A Short History. EE. UU. Random House, p. 95.
[2] Le Bon, Gustave (1884). Tomo aquí la cita de la edición de la editorial arabigo-argentina El Nilo, Buenos Aires, 1974, p. 300.
[3] Fletcher, Richard (2002) La Cruz y la Media Luna; Las dramáticas relaciones entre el cristianismo y el islam desde Mahoma hasta Isabel la Católica. Barcelona: Península, p. 94.
[4] Tyerman, Christopher (2010). La Guerras de Dios – Una nueva historia de las Cruzadas. Barcelona: Crítica, p. XI.
[5] García Fitz, Francisco (2003) La Edad Media: Guerra e ideología. Justificaciones religiosas y jurídicas. Madrid: Silex, p. 17 y ss.
[6] García Fitz, Francisco (2003) La Edad Media: Guerra e ideología. Justificaciones religiosas y jurídicas. Ob. cit.
[7] Es interesante el hecho de que Gregorio VII, al menos tres décadas antes del llamamiento de Clermont por parte del papa Urbano II, ya había hubiese desarrollado una planificación militar para ir en auxilio de los cristianos orientales sometidos por los turcos.
[8] Fletcher, Richard (2002) La Cruz y la Media Luna Ob. cit. p. 88.
[9] García Fitz, Francisco (2003) La Edad Media: Guerra e ideología. Justificaciones religiosas y jurídicas. Ob. cit. p. 172.
[10] Nicholson, Helen (2006) Los templarios. Una nueva historia. Barcelona: Crítica, p.58,59.
[11] Armstrong, Karen. Islam: A Short History. Ob. cit., loc. cit.
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