Introducción
La silueta de esos monjes soldados es icónica. Sus mantos inmaculados, hechos de la tela más humilde, estampados con una cruz bermeja cosida sobre el hombro derecho, atraviesan nuestra imaginación llevándonos a un arquetipo de caballero que el paso de los siglos no ha podido borrar. Casi de inmediato nos evocan la arena del desierto y Jerusalén surge en nuestra mente. Durante dos siglos se batieron en defensa de los principados cristianos de Tierra Santa siendo, junto con sus hermanos, los caballeros hospitalarios, con quienes conformaban el verdadero ejército estable de los soberanos del Reino Latino fundado por los cruzados a fines del siglo XI. Aunque nacidos como Orden en el Levante, constituyeron una potencia militar que extendía sus dominios a ambos extremos del Mediterráneo y en gran parte de Europa, desde el Atlántico hasta la frontera eslava, desde las costas sicilianas hasta el Mar del Norte. Este artículo pretende echar luz sobre la organización de la orden en tierras europeas, dejando para otra oportunidad el tema referido a la organización de la Orden en Medio Oriente.
Sin embargo, y antes de entrar en tema, conviene repasar algunos puntos: Los caballeros templarios fueron objeto de los mayores privilegios que los papas hayan concedido en toda la historia de la Iglesia. Amasaron una enorme fortuna, fruto de las inmensas donaciones recibidas, de una férrea administración y un conocimiento temprano del negocio bancario. Apenas unas pocas décadas después de su fundación habían acumulado un prestigio tal que ninguna corte en Occidente y en el Oriente Mediterráneo cristiano podía prescindir de contarlos entre sus principales consejeros. Montaron una maquinaria logística que incluía puertos y astilleros propios, a la vez que se destacaron por la construcción de fortalezas, algunas de ellas verdaderas obras de ingeniería para la defensa.
Participaron de los principales acontecimientos políticos de su tiempo actuando, ora como consejeros, ora como diplomáticos y mediadores. Acérrimos enemigos de los sarracenos, mantuvieron sus propias vías de comunicación con el Islam aun en los momentos de mayor tensión, en una relación tan compleja que aun genera cierta incomprensión por parte de los historiadores. Reyes y príncipes les confiaron la educación de sus hijos, la protección de sus tierras y sus propios tesoros. Guerreros feroces, nunca abandonaron su misión original de ser custodios y protectores de los peregrinos. Y aunque fanáticos a la hora de la guerra, fueron lo suficientemente pragmáticos como para evitar reconquistar Jerusalén en más de una oportunidad, sabiendo que no podrían mantenerla a salvo de los ejércitos de infieles. Tal despliegue de recursos, tanto políticos, como militares y económicos, les atrajo el odio de cierta curia celosa y de algunos monarcas tan ambiciosos como temerosos del poder de la orden.
Por sus filas pasaron una pléyade de combatientes y sus caballeros muertos en combate se cuentan por miles. De uno solo de sus Grandes Maestres se conoce la tumba. Cientos de sus cabezas fueron cortadas por sufíes y ulemas –a quienes los jefes musulmanes les reservaba el honor de decapitarlos–, y plantadas en las picas mahometanas o colgadas de los muros para alimentar a los cuervos. No se conoce de ninguno que haya pedido cuartel, ni que se haya quejado en la batalla. En todo caso se los ha criticado por ser intransigentes hasta el extremo; por aventar acciones temerarias que, en no pocas ocasiones, los llevaron al martirio. Eran hombres convencidos de que Dios, y solo Dios, era la fuerza de sus brazos, sin importar a cuantos enemigos tenían enfrente; que la muerte estaba sellada el mismo día en que recibían el alba blanca y que su destino fluía por las arterias de la cristiandad.
Detrás de esa fuerza combatiente latía un corazón en el que trabajaban miles de sargentos, turcoples reclutados en Siria y soldados mercenarios, junto con una multitud de artesanos y expertos en todo aquello que implican las armas y la guerra. Se cree que perfeccionaron la carga de caballería llevándola a sus técnicas más eficaces. Como si fuera poco para construir una leyenda, cuando su gloria estaba en decadencia, fueron salvajemente aniquilada en Francia, víctimas de un complot que solo trajo deshonra al rey y al papa que, atado de pies y manos, no tuvo más remedio que suprimir la Orden. Ni un solo caballero fue apresado fuera de los territorios del rey francés y, aquellos que se encontraban fuera de su férula, rápidamente fueron asimilados por otras órdenes militares. Aun se pueden contemplar sus grandes castillos, esqueletos monumentales de lo que fue un cuerpo vivo, la anatomía de la guerra medieval y la versión final de la caballería cristiana.
1.- La organización territorial en Europa
Todo el esfuerzo bélico desplegado por el Temple en Medio Oriente no hubiese sido posible sin sus vastas posesiones en Europa occidental. Fruto de las donaciones recibidas desde su fundación, y de su eficiente administración, el poderío militar templario se mantuvo gracias a una extensa red de encomiendas que producían una inmensa riqueza. Ese patrimonio dotó a la Orden de una capacidad económica y financiera que la convertiría, no solo en una potencia militar, sino también en una organización que bien puede considerarse entre las precursoras de la actividad bancaria. Sin su base económica en Occidente, el Temple no habría podido constituirse como en una fuerza permanente y efectiva para la defensa del Reino Latino de Jerusalén.
Las donaciones a la Orden en Europa se iniciaron con el viaje de Hugo de Payen, quien regresó a Occidente en 1127, acompañado de otros cinco templarios.[1] Antes de dirigirse a Champaña tuvo un encuentro en Roma con el papa Honorio II, que sentía un especial interés por esta nueva milicia. Es probable que ambos discutieran el alcance de la Regla que se pretendía aprobar y que se conversara acerca de la necesidad de comprometer una nueva campaña que fuera en apoyo del reino de Jerusalén.[2] Finalizado el Concilio, la primera parte de la misión de Hugo y sus hermanos estaba cumplida. Restaba ahora dar a conocer la Orden, y conseguir caballeros que refuercen su tropa. Los seis templarios se dividieron al menos en tres grupos. El propio Hugo recorrió la Champaña –sobre todo Provins, afirma Demurger– y reclutó un número importante de nuevos adeptos. Luego se dirigió a Anjou y Maine; se cree que en Anjou llevó a cabo la delicada misión de proponerle al conde Fulco V la sucesión de la corona de Jerusalén. Como se recordará, Fulco de Anjou había estado en 1120 en la Ciudad Santa y se había alojado en el cuartel de los templarios en el Monte del Templo; incluso les había hecho una importante donación de una renta anual en libras angevinas. Balduino II no tenía descendientes varones y había visto en Fulco el candidato adecuado para asegurar su sucesión si le ofrecía en matrimonio a su hija Melisenda y este la aceptaba. Terminada la misión de convencer a Fulco, Hugo marchó a Inglaterra, siempre acompañado por monjes cistercienses. Existe un interesante testimonio conservado en los anales de la abadía de Waverley –citado por Charpentier–, la primera de cuño cisterciense, fundada en Inglaterra en 1128 por William Giffard, obispo de Winchester.
Aquel año (1128) vino a Inglaterra Hugo de Payns, maestre de la milicia del templo de Jerusalén, con dos milicianos y dos clérigos y recorrió este país hasta Escocia, reclutando adeptos para llevar a Jerusalén, y muchos tomaron la cruz y este año y los siguientes se pusieron en camino hacia Jerusalén…[3]
Mientras Hugo reclutaba nuevos caballeros en Inglaterra y Escocia, sus compañeros realizaban una tarea igualmente notoria: Godofredo de Saint Omer recorrió Flandes (no hay que olvidar su parentesco con el conde Esteban de Blois, uno de los líderes de la primera Cruzada); Payen de Montdidier viajó a Beauvaisis en donde recibió donaciones y se le unieron nuevos caballeros; Hugo Rigaud, un caballero que acababa de ser reclutado en el concilio de Troyes, recorrió el sur de Francia y tuvo tal éxito en Provenza y el Languedoc que “se vio obligado a confiar en Raimundo Bernard, templario de nuevo cuño como él, el cuidado de ocuparse de la Península Ibérica”[4] Finalmente volvió a Francia con numerosos templarios y, junto a Fulco de Anjou y sus cruzados, marcharon hacia Marsella donde se embarcaron hacia Jerusalén. A partir de ese momento el número de templarios –caballeros, pajes, sargentos y auxiliares– creció de manera exponencial, al igual que el patrimonio de la Orden ahijada por san Bernardo.
Resulta difícil mensurar el éxito de la campaña de Hugo de Payen y sus hermanos en Occidente. Antes de marchar hacia Jerusalén quedaron establecidas en Europa casas de la Orden –a las que luego se les daría el nombre de “Encomiendas”–, que garantizaban el reclutamiento de futuros caballeros. También se produjo un crecimiento patrimonial impensado, fruto de las donaciones de terceros, pero también de los propios bienes de los fundadores, pues la Regla imponía la pobreza –es decir, la ausencia de bienes propios– para todos los miembros de la Orden. En consecuencia, Hugo cedió a la Orden sus bienes y su señorío de Payen; Godofredo de Saint-Omer hizo lo propio con su feudo en Ypres (Flandes); Payen de Montdidier entregó a la Orden su señorío de Fontaine. Otros participantes del concilio de Troyes hicieron donaciones, como es el caso del arzobispo de Sens, Enrique Sanglier, que donó dos casas, una en Coulaines y otra en Joigny. También hicieron importantes donaciones los condes Guillermo Cliton de Flandes y Thierry de Alsacia que cedieron al Temple los derechos de reconocimiento de los feudos, que eran las llamadas “tasas de mutación” que se percibían cada vez que cambiaba el titular de los mismos. Obispos como Bartolomé de Joux, titular de la sede de Laoni, y simples particulares, caballeros o no, donaron una casa, una tierra, o una cantidad de dinero. El obispo de Avignon hizo donación a la Orden de la Iglesia de San Juan Bautista de Avignon, y así podría seguir la lista.
Lo cierto es que hacia 1130, año en el que Hugo de Payen regresó a Jerusalén, la Orden ya tenía importantes dominios e ingresos en las regiones de Flandes, Picardia, Champagna y Borgoña. La cuestión de la implantación de la Orden en España y Portugal merecerá un capítulo aparte, pero de lo que no hay dudas es que para la década de 1130 los templarios ya tenían caballeros en la Península Ibérica. De igual modo se produciría una inusitada cantidad de donaciones en la Provenza que, como hemos dicho, fue el resultado de la campaña llevada a cabo por el caballero Hugo Rigaud.
Otra donación de alto impacto fue la de Ramón Berenguer III, conde de Barcelona, que donó al Temple el castillo fortificado de Grañana, situado en la frontera caliente con los sarracenos. Más impactante aún fue la donación de “su propia persona” en 1130. De hecho, el conde falleció al año siguiente en la Casa de los Templarios en la Ciudad Condal. Como corolario de esta expansión patrimonial inicial diremos que en 1131, el rey de Aragón y de Navarra, Alfonso I “el Batallador”, hizo donación de su reino a las tres Órdenes Militares que combatían en Tierra Santa: El Temple, El Hospital y El Santo Sepulcro.[5]
Como se podrá comprender, este inusitado incremento de bienes y derechos de renta debió representar un verdadero dolor de cabeza para Hugo, quien ya de regreso en Tierra Santa tuvo que afrontar una verdadera crisis de crecimiento, mientras organizaba la estructura militar de la Orden.
2.- Roberto de Craon: La difícil tarea de organizar el Temple
Fue Roberto de Craon, el sucesor de Hugo de Payen y segundo Gran Maestre de la Orden, el primero en entender que, tan importante como el frente jerosolimitano, era el ibérico, pues a poco de asumir su mandato debió lidiar con los problemas suscitados por el fulminante éxito que la Orden estaba teniendo en la Península. El enemigo en ambos extremos del Mediterráneo era el mismo, el Islam, y en ambos escenarios se respiraba el mismo espíritu de cruzada. Conviene hacer un breve repaso de los antecedentes peninsulares.
En el siglo VIII los musulmanes habían invadido los actuales territorios de España y Portugal dejando a la península dividida en dos mitades, el sur controlado por los moros y el norte, a su vez, dividido entre los reinos de León, Castilla y Aragón y los condados de Portugal y Barcelona. Durante varios siglos imperó una cierta tolerancia y colaboración entre los estados cristianos y los árabes, que habían traído junto con sus ejércitos un alto nivel de civilización y cultura. Había cristianos que, sin convertirse al Islam, fuero adoptando características culturales propias de los árabes. Ese sincretismo recibió el nombre de cultura mozárabe. Ni los cristianos obligaban a los árabes a convertirse al cristianismo ni ocurría lo propio a la inversa, pues ninguna de las dos facciones contaba con la suficiente población para imponer su voluntad a la otra, de modo que la coexistencia se imponía por razones tanto políticas como económicas. Las alianzas entre grandes señores cristianos y príncipes musulmanes era un hecho común –al igual que lo sería en Tierra Santa– especialmente luego de que se disgregara el Califato de Córdoba a fines del siglo X y surgieran las denominadas taifas, un vocablo que se puede traducir como facción, que eran pequeños reinos bajo el control de un jefe musulmán. Pero más allá de esta convivencia –frecuentemente interrumpida por conflictos en la frontera– el norte cristiano nunca abandonó la vocación de reconquistar las tierras bajo control islámico y devolverlas a la cristiandad.
Los conflictos internos entre las taifas y la ausencia de un mando unificado trajeron la oportunidad a los reinos del norte de embestir contra el enemigo moro. En 1085 se produjo el primer gran golpe cuando Alfonso VI de Castilla y Aragón tomó la ciudad de Toledo, que había sido la antigua capital de los visigodos antes de la conquista por parte del Islam. Esta victoria llevó a Alfonso a proclamarse rey de los visigodos y reclamar toda la península; pero el proceso de la reconquista apenas comenzaba. Toledo había sido un centro cultural de primer orden durante la ocupación musulmana y en ella se habían establecido místicos y filósofos del Islam volviéndola famosa por su diversidad cultural, sus bibliotecas y sus escuelas. Alfonso VI (1040-1109) tuvo la habilidad de llegar a un acuerdo con el gobernante musulmán de la taifa de Toledo, garantizando que las diversas minorías, mozárabe, islámica y judía, pudieran continuar con sus actividades sin ser atormentadas. A la postre esta decisión convertiría a Toledo en un centro cultural floreciente en los siglos XII y XIII y los monarcas ganarían reputación y prestigio en toda Europa.
A partir de esa victoria el papado puso el ojo en Iberia y comenzó a alentar las acciones que contribuyeran a la reconquista, incluso reclutando guerreros fuera de la península, especialmente en Francia. Pero luego de la primera cruzada, viendo que los caballeros querían marchar a Tierra Santa, los reyes peninsulares se quejaron ante el papa, preocupados de que sus ejércitos quedaran desguarnecidos a causa del peregrinaje armado a Oriente. Esto llevó a que el papa Pascual II prohibiera a los caballeros españoles viajar a Tierra Santa y les concediera la misma indulgencia de la que gozaban los cruzados a los que combatían en la frontera hispánica con el Islam. Fue entonces que dicha frontera pasó a ser reconocida como un escenario de cruzada y, como tal, no tardó en atraer la atención de las órdenes militares. Por otra parte no podía haber una esperanza mayor para los monarcas peninsulares que contar con guerreros de esta nueva caballería. Roberto de Craon sería el primer líder templario en sentir esa presión y esa responsabilidad cuando, a la muerte de su antecesor, se encontró con temar urgentes que resolver allí.
El temple llegó a la Península Ibérica de la mano del Císter –como ocurrió en Francia e Inglaterra–, poco después de la celebración del Concilio de Troyes, en 1128. La primera donación fue hecha por la condesa Teresa de Portugal ese mismo año, quien cedió a la Orden el castillo de Soure que había sido recientemente reconquistado a los musulmanes.[6]
Restos del castillo de Soure (Portugal)[7]
Junto con el castillo entregó rentas y pertrechos militares en la persona del caballero Raimundo Bernard, quien –como hemos visto– acababa de ingresar a la Orden ni bien terminado el Concilio de Troyes. Al año siguiente la donación fue ratificada por Don Alfonso Henriques, hijo de Doña Teresa y rey de Portugal. Sería el inicio de una relación que llevaría a Portugal a convertirse en una de las principales plazas del Temple. Nos imaginamos a Raimundo Bernard recibiendo estupefacto un castillo que no estaba en condiciones de ocupar. Recordemos que Bernard había sido hecho templario por Hugo Rigaud, un caballero reclutado en el mismo Concilio de Troyes y a quien le habían dado la responsabilidad de incorporar caballeros en el sur de Francia. Desbordado por la situación, Rigaud había encomendado a otro novato, Bernard, el reclutamiento al otro lado de los Pirineos. Es cierto que Bernard llegó a España acompañado de monjes del Císter, que tenían especial interés en asentarse en la península y que, a su vez, eran los valedores del Temple.[8] Pero menuda tarea le esperaba.
Al otro lado de la península, en 1131 Ramón Berenguer III, conde de Barcelona se unió a la Orden del Temple en calidad de asociado y le cedió el castillo de Grañena.
Castillo de Grañena (Catalunya)[9]
Cabe aclarar aquí que a lo largo de su historia el Temple aceptó servicios temporales, es decir de hombres de armas, fueran caballeros o sargentos, que decidían servir a la Casa durante un tiempo predeterminado. Sus deberes eran los mismos de cualquier hermano. En 1132 Armengol IV, conde de Ugel, le hizo donación del castillo de Barbará, pero ninguno de los dos –ni Grañena ni Ugel– pudieron ser ocupados efectivamente, pues como queda claro, la fama que precedía al Temple hacía que recibiese donaciones que todavía no estaba en condiciones de administrar. Bernard solo pudo prometer que pronto serían ocupadas esas guarniciones.
2.1.- La donación del Reino de Aragón y Navarra
Todo iba muy rápido; tan rápido que Alfonso I de Aragón y Navarra, superó cualquier expectativa. Así lo cuenta el historiador Juan de Mariana, en su obra De Rebus Hispaniae, en 1592, cuando dice:
[...] a persuasión de San Bernardo, principal fundador del Císter, se entregó por el rey de Aragón don Alfonso, que se llamó emperador de España, a los caballeros templarios la nueva ciudad de Monreal con un convento que en ella se fundó, habiéndoseles señalado, además, las ventas y la quinta parte de los despojos que en la guerra de los moros se cogiesen.[10]
Alfonso, al que llamaban “El Batallador”, soñaba con unirse a la Orden e ir a combatir a Tierra Santa. En vida les otorgó cuantiosos bienes, incluso a su muerte, en el cerco de Fraga, les dejó todo su reino en el testamento y lo que es aún más elocuente, “su propia persona”.[11] He aquí el fragmento más significativo de dicho documento:
[...] Y eso así dispuesto, para después de mi muerte, dejo por heredero y sucesor mio al Sepulcro del Señor, que está en Jerusalén y a los que velan en su custodia y sirven allí a Dios y al Hospital de los Pobres de Jerusalén, y al Templo de Salomón, con los Cavalleros que allí velan para la defensa de la Cristiandad. A estos tres dejo mi Reyno y el Señorío que tengo en toda la tierra de mi Reyno y el Principado y Jurisdicción, que me toca sobre todos los hombres de mi tierra, mis Clérigos, como Legos, Obispos, Abades, Canónigos, Monges, Grandes, Cavalleros, Salvadores, Mercaderes, hombres, mujeres, pequeños y grandes, ricos y pobres, Judios y sarracenos, con las mismas leyes y costumbres que mi Padre y mi Hermano y Yo los hemos tenido agora y los debemos tener y regir. Añado también a la Cavalleria del Templo, el cavallo de mi persona, con todas mis armas. Y si Dios me diere a Tortosa, foda enteramente sea del Hospital de Jerusalén.” (sic).
Alfonso no tenía herederos por lo que dispuso que el reino fuese repartido entre las Ordenes del Temple, del Hospital y del Santo Sepulcro. Desde luego que esta donación se convirtió en una fuerte controversia política y generó una grave tensión entre la nobleza aragonesa que no estaba dispuesta a aceptar dicho testamento. Existía el serio peligro de que Alfonso VII de Castilla invadiera Aragón y la anexara a su reino. Reunidos en Jaca, los principales de Aragón rechazaron el testamento, aun reconociendo que “esta era una gran falta para el corazón del Señor”, y eligieron como sucesor al hermano del difunto rey, que se llamaba Ramiro. Por su parte, los navarros eligieron a García “El Restaurador”. He aquí el texto de la Chronica Adefonsi imperatoris escrita entre 1153 y 1157:
Se reunieron entonces los caballeros nobles y no nobles de toda la tierra aragonesa, tanto los obispos como los abades y todo el pueblo, todos al mismo tiempo se reunieron en Jaca, ciudad regia, y eligieron rey suyo a cierto monje hermano del rey Alfonso el Batallador, llamado Ramiro II, y le dieron como mujer a cierta hermana del conde Pictaviense, Conde de Poitiers y duque de Guyena. Aunque esta era una gran falta para el corazón del Señor, los aragoneses, como habían perdido a su amado señor, hacían esto para que hubiese hijos de estirpe regia. Pero, los pamplonenses y navarros se reunieron en la ciudad de Pamplona y eligieron como rey a García Ramírez, quien había escapado de la batalla de Praga junto con el rey. Mas, el rey Ramiro entró en su mujer, la que concibió y dio a luz una hija y, después que Ramiro hubo tomado consilium con los consejeros de su curia, desposó enseguida a esta hija con el conde Berenguer de Barcelona Ramón, Berenguer IV y le dio al él el reino.[12]
Ramiro, llamado “El Monje”, debió dejar el monasterio en el que estaba enclaustrado y casarse para asegurar descendencia a su casa. Tuvo una hija, Petronila, quien apenas nacida fue prometida a Ramón Berenguer IV (1113-1162, conde de Barcelona. Inmediatamente, este ratificó las donaciones del castillo de Grañeña y Barbará hechas por su padre, con la condición de que el Temple se comprometiese a iniciar acciones militares en Provenza-Aragón. Incluso envió emisarios a hablar con el Gran Maestre, a quien le pidió que enviase de urgencia un contingente a España que pudiera ser el núcleo de una futura base de operaciones. A cambio le ofrecía los castillos de Montjoy, Monzón y Barbará, que seguía sin ocupantes a la espera de tropas templarias. Además le otorgaba infinidad de privilegios y donaciones (la décima parte de todas sus rentas y el cobro de cien sueldo anuales a Zaragoza; una quinta parte del botín que pudieran conquistar en sus incursiones; una quinta parte de la tierra conquistada a los musulmanes etc.).[13]
Es posible que a los ojos de Ramón Berenguer IV la actitud de Roberto de Craon respecto de su solicitud de un apoyo militar más activo, haya parecido remisa. También debe haberle parecido ciertamente dura la negociación en torno a la donación de Alfonso I, pues el Temple fue la última de las tres órdenes beneficiadas en aceptar un trato. Pero hay que comprender dos cuestiones claves. La primera es que para ese entonces el Temple apenas tenía algún castillo en el Reino de Jerusalén ni hombres suficientes como para emprender operaciones militares en España; pero al mismo tiempo era en España donde tenía las fuentes de ingreso más consolidadas, merced a las cuantiosas donaciones que había recibido.[14] En efecto, la influencia del Temple en España y Portugal no solo pasó por el plano militar y político. Al ser arrendatarios y propietarios de vastos latifundios, muchos siervos y campesinos, agobiados por las exacciones a las que eran sometidos por los príncipes seculares, no dudaban en ponerse al servicio del temple, donando sus alodios, sus herramientas de trabajo y hasta sus propias personas, convencidos de que bajo su protección tendrían una vida más digna[15]. Esta cuestión produjo cambios profundos en las capas más débiles de la sociedad feudal española.
Fue bajo el gobierno del Gran Maestre Roberto de Craon que se comenzaron a organizar las propiedades y bienes de la Orden, creándose la provincia de “este lado del mar”. También fue de Craon el que impulsó la instalación de las primeras encomiendas en los territorios del Sacro Imperio Germánico, ampliando los territorios en los que la Orden operaba.
3.- Evolución de las Provincias Templarias de Occidente
A partir de esta primera provincia, la organización territorial del Temple en Europa creció a ritmo sostenido y como consecuencia del flujo de donaciones que hizo necesaria la presencia de “casas” cuyo tamaño variaba de acuerdo a la importancia de las propiedades y bienes que debía administrar. Como hemos visto, en un principio la mayor parte de las propiedades de la Orden se concentraban en tierras ubicadas en lo que actualmente es Francia y España, de modo que la primera provincia se constituyó en un espacio que abarcaba parte de ambos países. Pero pronto comenzó la expansión, haciéndose necesaria la creación de otras provincias distribuidas en Francia, Castilla-León, Provenza-Aragón, Portugal, Italia, Inglaterra y Alemania.
Cada una de las provincias tenía al frente a un Provincial que recibía el nombre de Maestre y que actuaba como un verdadero señor feudal en el territorio que gobernaba. Una de las grandes dificultades que presenta el estudio territorial del Temple es la alternancia de términos con los que se nombra un cargo determinado. Por ejemplo, es común encontrar que a un Maestre Provincial se lo menciona también como Comendador, lo que ha dado lugar a múltiples confusiones, las que se agravan en el caso de Medio Oriente, en donde la Orden tuvo su principal actividad militar. Los Provinciales eran personajes importantes en las cortes de los reyes, en donde solían instalarse y ser considerados como verdaderos consejeros por los monarcas. No pocos príncipes, aspirantes a la corona, eran puestos bajo la tutela del Temple para que fuesen educados y preparados acorde a las altas responsabilidades que estaban llamados a cumplir. Un claro ejemplo es el de Jaime I de Aragón (1213-1276), quién luego de la muerte de su padre, Pedro II el Católico –sucedida durante la batalla de Muret (1213) durante la cruzada contra los albigenses–, permaneció como rehén de Simón de Montfort hasta que, por orden del papa Inocencio III, fue puesto bajo la tutela de Guillermo de Montredón, Maestre Provincial del Temple en Aragón. Como veremos más adelante, el príncipe Jaime compartió su adolescencia y su educación militar con Ramón Berenguer (1205-1245), futuro conde de Provenza, en el castillo templario de Monzón.[16] Varios grandes maestres de la Orden fueron Provinciales antes de ser electos para conducir la Orden. Es el caso de Pedro de Montaigu (gran maestre entre 1219-1230), quien fue predecesor de Guillermo de Montredón como Maestre de Aragón.
Castillo de Monzón (Huesca), fue Cuartel General de la Provincia de Aragón[17]
Hacia fines del siglo XIII los cuarteles generales de las provincias templarias estaban asentados en Tomar (Portugal), Monzón (Aragón), Montpelier, Poitiers; Paris (Francia); Londres (Inglaterra) y Roma y Benevento (Italia). Los Maestres provinciales no necesariamente fijaban su residencia en las Casas Provinciales. Además de atender los asuntos políticos en las cortes, su principal función era la de recorrer sus respectivas provincias con el fin de constatar la buena marcha de los asuntos de la Orden. Una vez a la año se celebraba un Capítulo Provincial al que debían concurrir obligatoriamente los responsables de todas las casas templarias bajo cada jurisdicción provincial. En tales capítulos se abordaban aquellos asuntos que no podían resolverse a nivel local: cuestiones disciplinarias y legales, conflictos territoriales etc. Un tema central de las reuniones capitulares era la recaudación los excedentes producidos en las encomiendas y el cobro de derechos y rentas, así como el envío de nuevos caballeros a Medio Oriente. Los asuntos de mayor gravedad eran remitidos al Capítulo General que se celebraba en Jerusalén, pues pese a la importancia de las casas asentadas en suelo europeo, la Casa de la Orden, es decir, su administración central, se mantuvo en Tierra Santa, primero en Jerusalén, y luego en San Juan de Acre hasta su caída.[18]De hecho, cuando se perdieron los últimos castillos en la costa palestina, el Cuartel General se trasladó a Chipre hasta el fatídico momento en que la Orden fue suprimida.
Para el Temple, Europa era Outremer y no al revés; es por ello que desde época temprana se estableció la figura de los Visitadores de Ultramar, oficiales de alto rango que viajaban a Occidente desde Tierra Santa para inspeccionar los establecimientos bajo jurisdicción de las provincias. Estos visitadores respondían, a su vez, al Visitador General. Por caso podemos mencionar a Guilbert Erail, quien antes de ser electo Gran Maestre (1193-1200), había gobernado la Provincia de Aragón-Provenza y luego sería nombrado Visitador General de la Orden.
El idioma también tuvo mucho que ver en la organización provincial de la Orden, pues no hay que perder de vista que los territorios templarios abarcaban una extensa región en donde se hablaban distintas lenguas a saber: Provenza (en donde se hablaba el occitano); Auvernia, Poitiers y Aquitania (en donde se hablaban dialectos occitanos); Francia; Burgundia; Portugal; Castilla; Aragón; Valencia; Sicilia y Apulia; Roma; Toscana; Lombardía; Inglaterra, Alemania; Hungría y Polonia. Respecto de estas últimas regiones orientales, si bien Polonia tuvo una fuerte presencia templaria, sus encomiendas formaban parte de la Provincia de Alemania-Eslavonia, que fue establecida recién en 1220. Helen Nicholson da cuenta de que, tanto los templarios como los hospitalarios, formaron parte del ejército del duque Enrique II de la Baja Silesia cuando se enfrentó a los mongoles en la batalla de Liegntz (1241). El bando cristiano fue derrotado y la Orden del Temple perdió varios caballeros y sargentos, además de quinientos hombres que peleaban a su servicio.
Caso distinto fue el de Hungría en donde los templarios, pese a no disponer de grandes encomiendas recibieron importantes donaciones de tierras y casas a partir de la década de 1160, entre las que se puede contar en monasterio de San Gregorio de Vrana (en Dalmacia) cuya titularidad por parte del Temple fue confirmada por el papa Alejandro III (1159-1181). Poco después, el crecimiento de las donaciones llevó a crear la Provincia administrativa de Hungría. Nicholson atribuye la generosidad de los monarcas húngaros a su interés por las cruzadas. En efecto, Andrés II (1177-1235), rey de Hungría y Croacia, formó parte de la quinta cruzada. Su ejército era tan grande (10.000 soldados montados y muchos infantes) que una parte no pudo embarcarse. Llegó a San Juan de Acre con sus caballeros en 1217.[19]
La organización territorial del Temple debió sufrir cambios con el correr del tiempo y en la medida en que se volvía más poderosa. El factor lingüístico no debe considerarse un condicionamiento menor en la organización regional, pues a tenor de lo que dicen los principales especialistas, pocos templarios hablaban el latín y la mayoría se expresaba en su lengua vernácula. Un documento precioso, que puede darnos una idea de aquella organización es el art. 87 de los Estatutos Jerárquicos, redactados en la segunda mitad del siglo XII, en donde se lee que:
El maestre no puede enviar comandantes a las casas de los reinos sin el consentimiento del capítulo: esto incluye al senescal, el mariscal, el comandante del reino de Jerusalén, el comandante de la ciudad de Jerusalén; el comandante de Acre, el pañero, los comandantes de las tierras de Trípoli y Antioquía, los de Francia e Inglaterra, de Poitiers, Aragón, Portugal, Apulia y Hungría[20].
Gracias a este documento podemos deducir que Poitiers mantenía la cabecera del área provenzal, incluyendo a Auvernia y Aquitania, y que Escocia e Irlanda estaban bajo jurisdicción inglesa en tanto que Aragón, Portugal, Apulia y Hungría ya eran provincias. Mientras que menciona a Trípoli y Antioquía entre las provincias de Oriente.
Torre del Temple (París). Casa Provincial de Francia[21]
Según describe Demurger la Provincia de Francia estaba conformada por cinco grandes preceptorías a la vez llamadas también “provincias”: Normandía, Borgoña, Picardía, Ile de France y Lorena-Champagna. Posteriormente, la expansión de los territorios daría lugar a la creación de las provincias de Alemania y Lombardía, en tanto que la reconquista de los territorios españoles determinaría “a partir de una provincia única, León-Castilla-Portugal, la formación de dos conjuntos: Portugal y Castilla León”.[22] Hacia 1240 se conformó la Provincia de Aragón-Provenza, que pasó a depender directamente del Cuartel General de Jerusalén. El cuartel general de la nueva Provincia se estableció en el imponente castillo de Miravet. La “Torre del Tesoro” contenía el archivo provincial de la orden y su tesoro.
Demurger ve en este hecho la posibilidad de que, para ese entonces, se haya decidido separar las provincias “combatientes” de las “nutricias”.[23]
Castillo de Miravet (Tarragona), Provincia de Aragón-Provenza [24]
Castillo de Ponferrada. Fue cabecera de la Provincia de Castilla-León[25]
Castillo de Tomar. Fue cabecera de la Provincia de Portugal[26]
4. Las Encomiendas
En las dos imágenes siguientes puede apreciarse el crecimiento exponencial del número de encomiendas templarias entre 1150 y 1300. Consideradas el corazón productivo y logístico de la Orden, las encomiendas constituían los establecimientos de base en los que se desarrollaba la actividad diaria. Independientemente de su tamaño, ya se tratase de una simple unidad de producción agraria o de un nodo logístico o un puerto, la mayoría de ellas tenía una organización similar y dependía de un Maestre Provincial.
Las encomiendas (del francés: commanderie) eran el equivalente a cualquier hacienda secular dedicada a las actividades agrícolas. La principal diferencia era que, generalmente, disponía de una capilla en la que los hermanos llevaban a cabo su vida religiosa. El privilegio de tener iglesias propias le fue concedido en la bula Omne Datum Optimun, y si bien quedaban reservadas al estricto uso de los caballeros, en la práctica terminaban recibiendo a los asociados, donantes y benefactores, convirtiéndose, tal lo señala Nicholson, en verdaderas parroquias.[27] Estaban gobernadas por un comendador quien actuaba como señor de la propiedad, acompañado de un grupo más o menos numeroso de caballeros y asistentes de acuerdo al tamaño de la unidad administrada. Su función principal era la de administrar los bienes, hacer cumplir la regla y mantener la disciplina. Se llevaba una escrupulosa contabilidad de las existencias, de los recursos utilizados para su manutención y de los excedentes, que debían ser girados a la Provincia. A su vez, el comendador era el responsable de mantener los títulos de las propiedades y derechos y velar por que las nuevas donaciones y beneficios fuesen debidamente documentados.
Desde épocas tempranas la Orden aplicó una constante política de racionalización de los recursos, concentrando las actividades según la zona al fin de optimizar la producción. De este modo, allí donde era propicio el cultivo de la vid se establecían bodegas; donde los prados eran fértiles se cultivaba la tierra. También se obtenían beneficios del uso de los ríos y los cursos de agua mediante el establecimiento de molinos, así como las rentas y derechos provenientes del peaje, los arrendamientos de edificios o el alquiler de las parcelas y alodios. Para lograr esa optimización mediante la concentración de actividades, la Orden mantuvo una política de compra y venta permanente, adquiriendo todo aquello que pudiera ampliar determinada actividad y vendiendo lo que se encontraba alejado o desaprovechado.[28]
La mayoría de las encomiendas carecían de armamento defensivo, puesto que se encontraban en zonas ajenas a conflictos, salvo aquellas instaladas en la línea de fronteras con el Islam en la Península ibérica y en el este europeo, en donde se combatía a menudo contra los invasores provenientes de Oriente. Una lectura de la Regla permite comprender rápidamente que la vida en las encomiendas estaba exenta de todo lujo y que, en todo caso, el nivel de vida de sus miembros dependía del nivel de productividad de las mismas. En términos generales, las comodidades de la que gozaban los miembros de la Orden no diferían mucho de la de los siervos que trabajaban en sus establecimientos. Cuando en una misma área geográfica existía más de una encomienda, o un grupo de ellas, podía nombrarse un bailío, oficial de rango menor al de Maestre Provincial pero a cargo de supervisar dichas encomiendas.
[1] Godofredo de Saint-Omer, Payen de Montdidier, Archimbaldo de Saint-Amand, Godofredo Bisol y Rolando. [2] Demurger, Alain (1990). Auge y caída de los templarios (1118-1314). Barcelona: Ediciones Martínez Roca, p. 55. [3] Charpentier, Louis (1970) El misterio de los templarios. España: Editorial Bruguera, p. 35. [4] Demurger, Alain (1990). Auge y caída de los templarios (1118-1314), ob. cit. p. 56. [5] Demurger, Alain (1990). Auge y caída de los templarios (1118-1314), ob. cit. p. 59. [6] Nicholson, Helen, Los Templarios - Una nueva historia, Barcelona, Crítica p. 131. [7] © CC BY 2.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=627601 [8][8] No hay acuerdo entre los especialistas acerca de cuál fue el primer monasterio cisterciense de la península. Para algunos el primer asentamiento fue en 1140 en el monasterio de Fitero en Navarra, entonces perteneciente a la corona de Castilla, en tierras de Alfonso VII. Otros autores, incluido el sitio oficial de la Xunta de Galicia, consideran que el primero se fundó en Galicia, en Santa María de Sobrado dos Monxes, La Coruña, en 1142. [9] © https://www.camino.mobi/rutatemplaria/monumentos/castillogranena.html [10] Mariana, Juan de. Historia de Rebus Hispaniae. Toledo, 1592, 419. (Mariana, Juan de., Historia General de España. Madrid: Imprenta y Librería de Gaspar y Roig, 1852). [11] La batalla de Fraga tuvo lugar en septiembre de 1134 en Fraga (Huesca). Las tropas cristianas de Alfonso el Batallador, habían puesto sitio a Fraga rey de Aragón. Las fuerzas almorávides acudieron en socorro de los sitiados, rompiendo el cerco de los cristianos. Alfonso se vio obligado a abandonar el campo y murió veinte días después. [12] Chronica Adefonsi imperatoris, Conciluim al rey de Aragon /62/ En Feudalismo (Selección de Textos) Historia medieval, Fuentes 9, Facultad de Filosofía y Letras, UBA, Buenos Aires, 1985. [13] Nicholson, Helen, Los Templarios - Una nueva historia, ob. cit. pp. 128-147 [14] Nicholson, Helen, Los Templarios - Una nueva historia, ob. cit. pp. 135 y ss. [15] Fuentes Pastor, Jesús, Crónica templaria, Iberediciones. Madrid, 1995, p. 91 y ss. [16] Ramón Berenguer V fue hijo del conde Alfonso II de Provenza y de Garsenda de Sabran, condesa de Forcarquier. A la muerte de su padre en 1209, recibió el título de conde de Provenza, pero por ser menor de edad, la regencia cayó en manos de Sancho, conde de Cerdaña. Su tutela también estuvo a cargo del Maestre del Temple Guillermo de Montredón [17] © De Ecelan - Trabajo propio, CC BY-SA 4.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=5027530 [18] Nicholson, Helen, Los Templarios - Una nueva historia, ob. cit., p. 171 [19] Nicholson, Helen, Los Templarios - Una nueva historia, ob. cit. p. 148 y ss [20] El Código Templario Upton-Ward, p.56 [21] Fuente: Histoire de France Illustrée (1912). Tomo II, des 1610 à nos jours. Paris: Librairie Larousse. [22] Demurger, Alain (1990). Auge y caída de los templarios (1118-1314), ob. cit. p. 98-99 [23]Demurger, Alain (1990). Auge y caída de los templarios (1118-1314), ibidem [24] © De Lohen11 - Trabajo propio, CC BY-SA 3.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=16320567 [25] © E. Callaey [26] © E. Callaey [27] Nicholson, Helen, Los Templarios - Una nueva historia, ob. cit. p. 74. [28] Lamy, Michel (1999), La otra historia de los Templarios, España: Martínez Roca. p. 75
No es cierto que hubiera una provincia templaria Cataluña-Aragón (al igual que tampoco existieron, jamás, reyes catalanes). Principalmente, porque Cataluña, en aquella época no existía. De hecho, Lérida era aragonesa, al igual que Tortosa. La provincia histórica fue Aragón-Provenza y, después de que fuera escindida, permaneció la provincia de Aragón.